Page 548 - El cazador de sueños
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           No  había  establo,  corral  ni  cercado,  y  en  el  escaparate  no  había  ningún  letrero
           anunciando CERVEZA CEBOS BEBIDAS LOTERÍA, sino una foto del embalse de

           Quabbin. Por lo demás, la tiendecita no se diferenciaba de la de Gosselin: la misma
           vía  de  acceso  cutre,  la  misma  suciedad  en  los  muros,  la  misma  chimenea  torcida
           goteando  humo  en  el  cielo  lluvioso,  y  la  misma  bomba  de  gasolina  oxidada.  La

           bomba  tenía  apoyado  un  letrero  donde  ponía:  NO  HAY  GASOLINA.  CULPA  DE
           LOS MOROS.

               Por ser noviembre, y dada la hora, el único ocupante de la tienda era el dueño, un
           tal Deke McCaskell que se había pasado toda la mañana pegado al televisor, como la
           mayoría de la gente. La cobertura informativa (estaba compuesta casi por entero de
           repeticiones y, como tenían acordonada aquella zona del norte, las únicas imágenes

           buenas eran de armamento de tierra y aire) había tenido como colofón el discurso del
           presidente. Deke llevaba muchos años sin ejercer su derecho al voto, pero su opinión

           del  presidente  (y  del  último  follón  electoral;  ¿qué  pasaba,  que  abajo  no  sabían
           contar?) era bajísima: le tenía por un hijo de puta melifluo, de poco fiar y dentudo
           (aunque la mujer era guapa), y consideraba que el discurso de las once había sido el
           bla bla bla de siempre. A su modo de ver, todo debía de ser un montaje calculado para

           asustar al contribuyente y que diera el visto bueno al incremento de gastos de defensa
           (y, por lo tanto, de impuestos). En el espacio no había nadie. Lo había demostrado la

           ciencia. En Estados Unidos, los únicos extra algo (aparte del propio presidente, claro)
           eran los que cruzaban nadando la frontera mejicana. Aun así, la gente tenía miedo y
           se había quedado en casa mirando la tele. Luego pasarían unos cuantos a por cerveza
           o vino, pero de momento el local estaba más muerto que un gato atropellado en la

           autopista.
               Hacía  media  hora  que  Deke  había  apagado  la  tele  (porque  ya  estaba  bien  de

           paridas). A la una y cuarto, cuando sonó la campanilla de encima de la puerta, se
           hallaba al fondo de la tienda, mirando una revista debajo de un rótulo que prohibía la
           entrada a los menores de veintiún años. La revista que había cogido se denominaba

           Lasses in Glasses, «tías con gafas», y era justo que así se llamara, puesto que si algo
           llevaban las tías de dentro (lo único), eran gafas.
               Miró a la persona que había entrado y se dispuso a decir algo como «qué tal» o

           «¿qué,  aún  resbala  tanto?»,  pero  al  final  no  lo  dijo.  Se  había  puesto  nervioso.  De
           repente estaba seguro de que iban a atracarle, y tendría suerte con que no le ocurriera
           nada más. En sus doce años al frente del establecimiento, no le habían atracado ni una

           sola  vez.  Los  que  quisieran  arriesgarse  a  que  les  metieran  en  la  cárcel  por  unos
           billetitos  de  nada  disponían  de  otros  locales  de  la  zona  donde  había  más  negocio.
           Como no fuera…



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