Page 545 - El cazador de sueños
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           —Jefe.
               Justo  cuando  Kurtz  estaba  a  punto  de  quedarse  dormido  por  segunda  vez,

           Perlmutter giró la cabeza (no sin esfuerzo) y le dijo algo. Acababan de superar el
           peaje  de  New  Hampshire,  donde  Freddy  Johnson  había  tenido  la  precaución  de
           meterse por el automático. (Tenía miedo de que un cobrador humano se fijara en la

           peste que hacía dentro del Humvee, en que tenía rota la ventanilla de detrás, en el
           armamento… o en las tres cosas.)

               Kurtz observó con interés, y hasta fascinación, el rostro sudado y demacrado de
           Archie  Perlmutter.  ¿El  anodino  burócrata,  el  administrativo  de  maletín  o  tablilla,
           siempre repeinado y con la raya a la izquierda hecha como con regla? ¿El hombre que
           no conseguía evitar el uso de la palabra «señor»? Ni rastro de aquella persona. Pensó

           que la cara de Pearly, si bien demacrada, había ganado en otras cosas.
               —Jefe, aún tengo sed.

               Pearly  dirigió  una  mirada  anhelante  a  la  Pepsi  de  Kurtz  y  se  tiro  otro  pedo
           asqueroso. Freddy soltó un taco, pero con menos indignación que al principio. Ahora
           parecía resignado, casi aburrido.
               —Perdona, nene, pero es mía. —Kurtz—. Y también tengo un poco de sed.

               Perlmutter inició otra frase y la dejó a medias con una mueca de dolor. Volvió a
           tirarse  un  pedo,  pero,  si  el  anterior  había  sido  de  trompeta,  éste  fue  una  nota

           desafinada de flautín. Entrecerró los ojos y puso cara de pillo.
               —Si  me  das  de  beber,  te  cuento  algo  que  te  interesa.  —Pausa—.  Algo  que
           necesitas saber.
               Kurtz  se  lo  pensó.  Llovía  contra  el  lateral  del  coche,  y  entraba  agua  por  la

           ventanilla  rota.  ¡Qué  lata,  por  Dios!  Se  le  había  empapado  toda  la  manga  de  la
           chaqueta, pero no tenía más remedio que aguantar. A fin de cuentas, ¿de quién era la

           culpa?
               —Tuya —dijo Pearly, sobresaltando a Kurtz. Lo de leer el pensamiento ponía los
           pelos de punta. Tenías la sensación de acostumbrarte, pero de golpe notabas que no

           —. La culpa es tuya; o sea que dame algo de beber de una puta vez. Jefe.
               —Ese vocabulario —rezongó Freddy.
               —Si me dices lo que sabes, te doy lo que queda. —Kurtz levantó la botella de

           Pepsi y la agitó ante la mirada fija y torturada de Pearly.
               En  sus  palabras  no  faltaba  cierto  desprecio  humorístico  hacia  sí  mismo.  Kurtz
           había  estado  al  frente  de  unidades  enteras,  y  las  había  utilizado  para  cambiar  el

           paisaje geopolítico de más de una región. Ahora, de quien estaba al frente era de dos
           hombres y un refresco. Había caído muy bajo, y por Dios que la culpa era del orgullo.
           Tenía el orgullo de Satanás, y, si era un defecto, costaba renunciar a él. El orgullo era



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