Page 550 - El cazador de sueños
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Y eran los ojos más hambrientos que había visto Deke McCaskell en su vida.
—Está cerrado —dijo Deke, pero no le salió su voz normal, sino una especie de
graznido—. Hemos cerrado hasta mañana. Tengo al socio aquí detrás. Es por lo del
norte. Lo que pasa es que se me ha… se nos ha olvidado girar la placa. Hemos…
Podría haber hablado durante horas, por no decir días, pero le interrumpió el de la
chaqueta naranja.
—Beicon —dijo—. ¿Dónde está?
De repente Deke tuvo la certeza absoluta de que, si no tenía beicon, le mataría.
Quizá acabara matándole de todos modos, pero sin beicon… sin beicon, seguro.
Menos mal que tenía. Gracias a Dios, a Cristo, al presidente gilipollas y a todos los
moros del mundo que tenía beicon.
—En la nevera de atrás —dijo con aquella voz tan rara que le salía.
Tenía la mano de encima de la revista como un cubito de hielo. Oía susurros en su
cabeza, pero no parecían suyos. Pensamientos rojos y pensamientos negros.
Pensamientos hambrientos.
Preguntó una voz inhumana: «¿Qué es una nevera?» Y contestó una voz cansada,
humana a más no poder: «Vaya por el pasillo y la encontrará.»
Ahora oigo voces, pensó Deke. ¡Ay, Dios mío! Es lo que le pasa a la gente justo
antes de volverse loca.
El hombre pasó al lado de Deke y se metió por el pasillo central. Cojeaba mucho.
Al lado de la caja había un teléfono. Deke lo miró, pero sólo unos segundos. Lo
tenía al alcance, y había grabado el 911 en la memoria, pero como si fuera la luna.
Aunque pudiera reunir fuerzas para llegar al teléfono…
«Me enteraré», dijo la voz inhumana. Deke profirió un gemidito de impotencia.
La tenía dentro de la cabeza, como si le hubieran implantado una radio en el cerebro.
Encima de la puerta había un espejo convexo, especialmente útil en verano,
cuando se llenaba la tienda de criajos yendo al embalse con sus padres (el Quabbin
sólo estaba a veintinueve kilómetros) a pescar o sólo de picnic. Siempre intentaban
llevarse alguna cosita, sobre todo caramelos y revistas de tías. Deke miró por el
espejo y observó los pasos del hombre de la chaqueta naranja hacia la nevera con una
mezcla de fascinación y horror. El hombre miró el contenido y acabó cogiendo
beicon, pero no un paquete, sino cuatro.
Volvió por el pasillo central con el beicon en la mano, cojeando y mirando los
estantes. Parecía peligroso, hambriento y con un cansancio descomunal, como un
corredor de maratón en el último kilómetro. Al mirarle, Deke tuvo la misma
sensación de vértigo que cuando miraba desde gran altura. Era como si no viera a una
sola persona, sino a varias solapadas, enfocándose y desenfocándose. Se acordó de
una película que había visto, sobre un gilipuertas que tenía como cien personalidades.
El hombre se detuvo y cogió un tarro de mayonesa. Al llegar al final del pasillo,
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