Page 554 - El cazador de sueños
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           Cuando Deke volvió en sí era más tarde, pero no sabía cuánto, porque el reloj digital
           Budweiser  de  encima  de  la  nevera  de  las  cervezas  parpadeaba  88:88.  En  el  suelo

           había tres dientes suyos, supuso que rotos por la caída. Se le había secado la sangre
           de  alrededor  de  la  nariz  y  la  barbilla,  adquiriendo  una  textura  esponjosa.  Intentó
           levantarse, pero no le sostenían las piernas. Optó por arrastrarse hacia la puerta, con

           el pelo en la cara y rezando.
               Su  oración  fue  escuchada.  Ya  no  estaba  el  Subaru  rojo.  Su  lugar  lo  ocupaban

           cuatro paquetes de beicon, todos vacíos, el tarro de mayonesa, vacío a tres cuartos, y
           medio paquete de pan de molde. Varios cuervos (por los alrededores del embalse los
           había enormes) habían encontrado el pan y sacaban rebanadas con el pico a través del
           envoltorio roto. Más lejos (casi en la carretera 32, la principal) había otros dos o tres,

           ensañándose con un revoltillo congelado de beicon y trozos de pan apelmazado. Por
           lo visto, a monsieur le gourmet no le había sentado bien la comida.

               ¡Dios!, pensó Deke. Espero que hayas vomitado tanto que te hayas destrozado las
           tuberías, pedazo de…
               Justo entonces experimentó un brinco extraño en la barriga y se tapó la boca con
           la  mano.  Se  le  apareció  una  imagen  de  nitidez  repugnante,  la  de  los  dientes  del

           hombre clavándose en la carne cruda y grasienta que colgaba entre las rebanadas de
           pan, carne gris con vetas marrones como una lengua cortada de caballo muerto. Deke

           empezó a tener arcadas y a hacer ruidos con la mano en la boca.
               Apareció un coche. Lo que faltaba, un cliente justo cuando iba a echar las papas.
           Bien  mirado,  en  realidad  no  era  un  coche.  Tampoco  un  camión.  Era  uno  de  esos
           trastos tan feos que se llamaban Humvee, pintado con colores de camuflaje. Delante

           iban dos hombres, y detrás (Deke estaba casi seguro) otro.
               Levantó la mano, giró la placa de la puerta (poniendo hacia el cristal el lado de

           CERRADO) y se apartó. Había conseguido levantarse (algo era algo), pero volvió a
           notar que estaba a punto de caerse. Fijo que me han visto, pensó. Ahora entrarán y me
           preguntarán adonde ha ido el otro, porque le siguen. Buscan al de los bocadillos de

           beicon. Y yo se lo diré. Me obligarán. Entonces me…
               Se  puso  la  mano  delante  de  los  ojos.  Los  primeros  dos  dedos,  ensangrentados
           hasta los nudillos, formaban un garfio, y temblaban. A Deke casi le pareció que le

           saludaban.  «Hola,  ¿qué  tal?  Disfruta  al  máximo  de  que  ves  algo,  porque  pronto
           vendremos a por ti.»
               El ocupante del asiento trasero del Humvee se inclinó como diciéndole algo al

           conductor. Entonces el vehículo volvió a arrancar, cruzando el charco de vómito que
           había  dejado  el  último  cliente  de  la  tienda  con  una  de  las  ruedas  de  atrás.  Dio  la
           vuelta, se quedó parado unos segundos y salió en dirección a Ware y el Quabbin.



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