Page 599 - El cazador de sueños
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           Se produjo un momento de vértigo en que Jonesy no estaba en ningún lugar, con una
           sensación  de  haberse  quedado  desconectado  de  todo.  Pensó  que  debía  de  estar

           muerto, que, además de al señor Gray, se había matado a sí mismo.
               Le hizo volver el dolor, pero no el de garganta (ahora ya podía respirar, y ya no le
           dolía), sino un dolor conocido. En la cadera. Se apoderó de él y le elevó hacia el

           mundo alrededor de su eje hinchado, como una pelota atada a un palo y dando vueltas
           cada vez con menos cuerda. Debajo de sus rodillas había cemento, sus manos tocaban

           pelo, y oía una especie de chirrido inhumano. Al menos esta parte es real, pensó. Esto
           es fuera del atrapasueños.
               Qué horrendo chirrido.
               Jonesy vio que ahora la comadreja estaba colgando, y que lo único que la retenía

           al mundo superior era la cola, que aún no se había soltado por completo del perro. Se
           abalanzó  sobre  ella  y  la  agarró  con  las  dos  manos  por  la  mitad  del  cuerpo,  justo

           cuando terminaba de soltarse.
               Se tambaleó hacia atrás con mucho dolor de cadera, sujetando al bicho encima de
           la cabeza como en un número de circo con serpientes, mientras la cosa daba latigazos
           con la cola, propinaba dentelladas al aire, se retorcía, intentaba morder la muñeca de

           Jonesy,  le  arrancaba  la  manga  derecha  de  la  parka  y  hacía  que  saliera  flotando
           plumón blanco.

               Jonesy giró sobre su cadera hecha polvo, y en la ventana rota por donde había
           entrado  el  señor  Gray  vio  a  un  hombre  con  cara  de  sorpresa.  Llevaba  parka  de
           camuflaje, y un fusil.
               Jonesy arrojó a la comadreja con todas sus fuerzas, que no eran muchas. El bicho

           voló  unos  tres  metros  y  aterrizó  en  las  hojas  secas  del  suelo  con  ruido  a  mojado.
           Inmediatamente se deslizó hacia el tubo, cuya boca no estaba del todo atascada por el

           cuerpo del perro. Quedaba espacio más que suficiente.
               —¡Pégale un tiro! —dijo Jonesy al del fusil, gritando—. ¡Pégale un tiro, por Dios,
           antes de que se meta en el agua!

               Pero el hombre de la ventana no hacía nada. La última esperanza del mundo se
           limitaba a quedarse boquiabierta.



















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