Page 193 - Las ciudades de los muertos
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se separaba ya del horizonte, comprobé que estaba a poco más de un metro de mí. Ya
no podía resistir más, así que me volví para mirarlo de frente.
Clavé mis ojos en los suyos y alargué una mano, mientras le hablaba como si se
tratara de una muñeca y le hacía sonidos con mi garganta para tranquilizarlo. Con
gran timidez, dio un paso hacia mí, y luego otro. Pareció transcurrir una eternidad,
pero al final lo tenía a pocos centímetros de la mano. Mi prueba.
Una ráfaga de disparos resonó en el aire. Me puse en pie sobresaltado, justo a
tiempo para ver cómo la criatura daba media vuelta, echaba a correr hasta el final del
muro y se escabullía entre los escombros del patio.
Disparos. ¿De dónde? Escruté el desierto con la mirada. El sol naciente, justo
encima del horizonte, tenía un color rojo sangre y parte de él parecía separarse y
acercarse por la arena en dirección a mí. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de lo
que estaba viendo. Soldados, una columna de soldados británicos, montados en
camellos y con las casacas de un color púrpura oscuro que contrastaban con la arena.
Unos instantes más tarde, había descendido del muro y corría a recibirlos. Me detuve
un segundo en el patio. Al animal Set, aunque eso ya no tenía sentido, ahora nunca
podría encontrarlo. Salí para esperarlos.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que llegasen. A la cabeza de la
columna, conduciendo un brioso camello, se encontraba Gastón Maspero.
—Howard, ¿qué demonios estás haciendo aquí? Pensé que tú y tu americano
estabais fotografiando pirámides.
—¿No recibiste mi mensaje? ¿No lo envió Zhitomiri?
—Zhitomiri está borracho la mayor parte del día. ¿Qué diablos ha ocurrido aquí?
—El terremoto —me sorprendió que lo preguntara—. Y la tormenta de arena. Era
increíble, la peor tormenta que he visto en mi vida.
—¿Terremoto? —el camello se arrodilló con dificultad para que descendiera el
jinete. Maspero desmontó y se sacudió el polvo de la ropa—. ¿Qué terremoto?
—Hubo un terremoto aquí, hace poco menos de una semana, y una terrible
tormenta del desierto y, entre ambos, derrumbaron el edificio.
Le dio la vuelta a una piedra con el pie mientras examinaba las ruinas.
—Ya lo veo, pero los sismógrafos de El Cairo y Alejandría no registraron nada.
En caso contrario, me habría enterado. Además, tampoco hubo ninguna tormenta por
los alrededores.
—¿No? Pero, Gastón, fue…
—No te preocupes, Howard. Ambos sabemos lo caprichosas que pueden ser las
tormentas en el desierto.
Deseaba contarle la magnitud de aquella tormenta, me urgía contarlo, pero al final
desistí y por un momento pensé que Hank debía tener razón acerca de la causa de
todo aquello, pero alejé el pensamiento de mi mente.
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