Page 188 - Las ciudades de los muertos
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hacia nosotros, tras dejar caer la mano de Rheinholdt.
               —Birgit, por Dios, soy yo, Hank.
               Sus labios ligeramente entreabiertos… Carraspeó.

               El viento pareció arreciar de nuevo y el suelo volvió a temblar. A continuación, se
           oyó un ruido desgarrador y un segundo después una enorme roca cayó del techo a
           menos  de  diez  metros  de  distancia  de  nosotros.  Las  monjas  se  sobresaltaron  y  se

           echaron unas en brazos de otras.
               Sin embargo, Rheinholdt permaneció impasible, observando cómo Birgit miraba
           a Hank, y sonrió al ver que parecía reconocerlo.

               —Lo reconoce, Larrimer. ¿Lo ve? No es sólo una reanimación, sino una vuelta a
           la vida. Su alma está regresando a su cuerpo. Lo reconoce —su tono de voz era frío y
           como ausente.

               El  techo  que  había  perdido  aquella  roca  tan  enorme  parecía  debilitarse  por
           momentos y cada vez caían más piedras sobre el suelo, mientras se abrían grietas y

           más grietas en todas las paredes. Pronto se derrumbaría todo el edificio. Observé a mi
           alrededor  en  busca  de  una  salida,  pero  de  pronto  ocurrió.  El  techo  empezó  a
           desplomarse,  piedra  a  piedra.  Algunas  de  las  monjas  quedaron  aplastadas,  otras
           tuvieron tiempo de huir. Rheinholdt levantó por fin la mirada.

               —¡No!
               Hank, que no había quitado los ojos de Birgit ni un solo momento, le tendió una

           mano y volvió a llamarla por su nombre. Lentamente, la muchacha empezó a levantar
           la mano, como si le costara un enorme esfuerzo.
               Estábamos a pocos metros de distancia de la columna más cercana. Ése podía ser
           el único lugar seguro. Cogí a Hank del cuello de la camisa y lo arrastré hacia allí,

           justo en el momento en que el techo entero acabó de hundirse sobre el lugar en que
           habíamos  estado.  El  estruendo  fue  terrible  y  pronto  una  nube  de  polvo  llenó  la

           estancia;  las  luces  eléctricas  fallaban.  Sin  la  protección  de  la  bóveda  la  tormenta
           soplaba ahora con fuerza sobre nuestras cabezas; a lo lejos, podían oírse los gritos de
           las mujeres. Hank gritó.
               —¡No! ¡No! —y se precipitó hacia el lugar en que había estado Birgit.

               Corrí tras él.
               —Hank, no tiene sentido. Tenemos que buscar un lugar seguro.

               Cerca de nosotros había una enorme pila de piedras; debajo, se encontraban Birgit
           y  Rheinholdt.  La  única  cosa  visible  era  la  mano  de  la  muchacha,  que  sobresalía
           ligeramente.

               —Tenemos que desenterrarla.
               —Las piedras son demasiado pesadas y debemos protegernos de la tormenta.
               Se precipitó sobre la pila de piedras e intentó apartar una de ellas, pero no pudo y

           se derrumbó hecho un mar de lágrimas. Entonces sí que se dejó conducir por mí,




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