Page 183 - Las ciudades de los muertos
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alrededor—. Allí, en el otro extremo de la habitación. Esas cajas deben estar llenas de
           natrón.
               Nos acercamos a ver; las había de todos los tamaños. Eran alargadas, toscas y

           tenían unos cincuenta o sesenta centímetros de profundidad. Todas estaban llenas de
           natrón hasta el borde. Hank se puso de rodillas junto a la primera que encontramos y,
           con mucho cuidado, empezó a sacar las sales y a esparcirlas por el suelo, hasta que

           poco a poco fueron apareciendo el rostro, el pecho y todo el cuerpo. Era el cuerpo de
           otro niño, éste de doce o tal vez trece años, completamente deformado por el miedo.
           El natrón le había secado las lágrimas, pero era evidente que había llorado. Acerqué

           el rostro al de aquel niño e incluso me pareció distinguir los surcos de las lágrimas.
               Hank dejó de sacar las sales y se acercó a la segunda, para repetir la operación.
           Esta vez era una niña.

               —Raptan a los niños —murmuró sin mirarme siquiera, mientras extraía el cuerpo
           de la niña—, y los sacrifican. Luego, secan sus cuerpos y…

               Se  volvió  para  observarme.  Yo  tenía  los  ojos  fijos  en  aquel  cuerpo,  atontado.
           Estaba absolutamente petrificado.
               —Y  luego  los  venden.  Por  eso  la  momificación  parecía  tan  perfecta.  No  era
           perfecta, sino reciente —intenté dar un paseo hacia él, pero los pies no me obedecían

           —. Yo…, yo he formado parte de todo esto. Los he ayudado. He aconsejado a la
           gente que comprara esas momias pensando que eran auténticas.

               Hank acabó de sacar el cuerpo de la niña y lo llevó a la mesa más cercana, donde
           la depositó con toda suavidad.
               —Son reales.
               Fue en busca del niño para colocarlo en otra mesa. Había varias docenas de esas

           cajas.
               —Hank, basta. No vas a conseguir nada. —Quería que se detuviera, el auténtico

           horror todavía no se le había ocurrido.
               —Las quiero alejar del sacerdote.
               —Pero… —suspiré. Yo también podía hacerlo, no quería que él fuese el único.
           Paseé la mirada por la hilera de cajas. Al final, divisé una más grande que las demás.

           Me acerqué despacio y me arrodillé junto a ella para empezar a remover las sales. No
           debía haberlo hecho. La tenía que haber dejado allí para que no la viera Hank. Sabía

           que iba a encontrarla allí dentro y que tenía que alejar a Hank de allí a toda prisa,
           pero continuaba trabajando con mis manos.
               Hilos  de  fino  cabello  dorado,  y  luego  su  rostro,  con  los  ojos  bien  abiertos,

           clavados  en  los  míos.  Estaba  contorsionada  como  todos  los  demás  y,  como  ellos,
           había muerto en una terrible agonía. Tenía la piel pálida como la muerte, ya no había
           en ella sangre alguna que le diese color. Debía de haber permanecido sumergida en

           natrón durante una o dos semanas, porque la piel tenía ya una consistencia como de




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