Page 180 - Las ciudades de los muertos
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muchacho.
               —Pobres… Pobres cosas. ¿Qué pudo haber ocurrido?
               —Los  antiguos…  —me  detuve  y  observé  a  mi  alrededor,  sin  encontrar  las

           palabras. Muerte…, dolor. Muerte. Intenté convencerme de que la muerte había sido
           un alivio para ellas, pero no, éstas eran de niños, niños que querían vivir, que amaban
           la  vida  y  que  a  cambio  obtuvieron  esto.  Al  verlas  todas  juntas  me  había  quedado

           paralizado. Había también ratas, docenas de ratas, husmeando entre los cuerpos y,
           mientras observaba, vi que una de ellas hundía sus dientes en la piel apergaminada de
           una niña.

               —En realidad, sabemos muy poco de los antiguos monjes. ¿Por qué habrían de
           hacer una cosa así? Con toda seguridad, la Iglesia…
               Hank todavía estaba mirando el rostro de aquel muchacho. Levantó el brazo y

           tocó con un dedo el hombro momificado. El cuerpo se movió y fue a caer al suelo.
           Hank se agachó y lo recogió, para volver a dejarlo donde estaba.

               —¿Qué es este olor tan amargo y penetrante? ¿Lo notas?
               —Es  natrón,  sales  para  embalsamar  —una  joven  muerta  yacía  con  un  brazo
           extendido hacia mí, como si me pidiera ayuda.
               —¿Por qué huele tan fuerte?

               —Hay muchas… Quiero salir de aquí.
               Regresamos al pasillo oscuro.

               —Así que ése es el motivo de que no hubiese objetos en los cuerpos y también de
           que la época de los vendajes fuera confusa. Se llevó a cabo el embalsamamiento, pero
           nunca los envolvieron ni los enterraron.
               Un  poco  más  abajo,  en  el  mismo  corredor,  volvimos  a  encontrar  otra  puerta

           cerrada  con  cerrojo,  y  pintada  con  las  mismas  palabras:  PROHIBIDO  EL  PASO.
           Forzamos el candado y entramos.

               Había una única mesa en la habitación, flanqueada por dos lámparas que brillaban
           con fuerza; y entre medio estaban alineadas las jaulas, jaulas de latón para pájaros,
           con muchos adornos. Dentro estaban los animales y, en una de ellas, nuestro animal
           Set, que pareció reconocernos y que se apretujó contra los barrotes en el fondo de la

           jaula. En otra, estaba el halcón, que revoloteaba de un lado a otro, chillando. Hank se
           inclinó para observarlo más de cerca y metió un dedo entre los barrotes. El animal

           voló hacia el intruso y lo picoteó. Hank retiró el dedo, ensangrentado.
               Me quedé mirando los animales, embobado. Eran reales, no podía quedarme ya
           ninguna duda. Magia, magia egipcia. No quería que estuvieran allí, no había lugar

           para ellos en mi mundo. El animal Set soltó un rebuzno, como si fuera un asno.
               Ninguno de nosotros había abierto la boca. Hank se acercó el dedo herido a los
           labios para lamer la sangre.

               —Deberíamos llevárnoslos.




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