Page 177 - Las ciudades de los muertos
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Caminamos tras ella por el laberinto en silencio. Pronto me di cuenta de que
pasábamos por pasillos que ya habíamos atravesado y que íbamos de un lado a otro,
en un intento de despistarnos. Decidí entablar una conversación banal, con el
propósito de molestarla.
—¿Le gusta vivir aquí?
No contestó y continuó avanzando.
—Espero que la mazmorra no esté húmeda.
Ni siquiera parecía escucharme. El corredor empezó a bajar suavemente y calculé
que pronto estaríamos bajo la superficie. Los pasillos eran ahora mucho más
estrechos, tanto que rozábamos con los hombros las paredes y la hermana Marcelina
se veía obligada a ir de lado. Los techos eran tan altos, que era imposible
distinguirlos, y todo estaba en la más completa oscuridad, salvo la antorcha que
llevaba nuestra guía. Al final, se detuvo junto a una puerta de madera muy baja, la
empujó y se abrió con un leve crujido.
—Entren.
Introdujo la antorcha en la habitación y al instante se oyeron unos chillidos de
alarma. Un par de murciélagos salieron volando y, tras voltear sobre nuestras cabezas,
desaparecieron. La monja permanecía rígida e impasible. Aquello debía de ser algo
usual para ella.
—Pasen y no se muevan de ahí.
Quería irritarla un poco más antes de que se marchara.
—Me parece que su hechizo con el escarabajo no llegó a funcionar nunca.
Se me quedó mirando fijamente. Sus ojos eran de hielo.
—No la culpo por intentarlo —procuraba que mi voz sonara amistosa—. Es un
hombre tan atractivo… Y, después de todo, si él puede hacer de hechicero, también
podrá hacerlo usted.
Permanecía inmóvil y en su rostro se reflejaba un odio profundo.
—¿Por qué no se limitó simplemente a seducirlo? ¡Oh, bueno! Supongo que las
demás monjas la consolarán.
—¡Entren! —gritó de pronto—. ¡Entren!
Nos introdujimos en la celda y la puerta se cerró de un portazo detrás de nosotros
y oímos que la atrancaba. Poco a poco el sonido de sus pasos se fue amortiguando.
Estábamos solos.
Al cabo de un rato, mis ojos empezaron a distinguir las cosas.
—Estamos bajo tierra, pero ahí hay luz. Mira.
—Y se oye algo. —Hank se acercó a tientas hasta la pared y apoyó las manos en
ella—. Puedo oír el viento.
A medida que nos acostumbrábamos a la oscuridad, empezamos a ver por dónde
entraba la luz. Pronto descubrimos que las paredes estaban agujereadas por cientos de
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