Page 173 - Las ciudades de los muertos
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Abrí los ojos y lo miré atónito.
               —Howard, algo le ocurre al cielo.
               Me  arrastré  fuera  de  la  tienda  y  me  puse  en  pie,  tambaleándome.  Al  instante,

           comprendí  lo  que  había  querido  decir.  Al  oeste,  el  sol  estaba  bajo  en  el  cielo,  en
           dirección  del  Gran  Desierto.  En  un  par  de  horas  se  pondría  por  el  horizonte.  Sin
           embargo, lucía un tono verdoso, un espantoso tono verdoso y pardusco, y la luz era

           muy pálida. Lo miré fijamente.
               —Se prepara una tormenta de arena, aunque en esta época son poco usuales.
               Al  instante  leí  en  el  rostro  de  Hank  lo  que  estaba  pensando,  pero  se  limitó  a

           preguntar.
               —¿Qué hacemos?
               —Tendremos que cubrir las cabezas de los animales con alguna tela, si no, no

           podrán respirar. Luego, habrá que afianzar la tienda, esperemos que no sea demasiado
           fuerte; tendremos que cubrirnos la cabeza, por si acaso, y aguardar su llegada.

               El viento arreciaba poco a poco mientras el cielo se iba oscureciendo. Los muros
           del  monasterio  volvían  a  estar  iluminados  con  antorchas,  que  parpadeaban
           violentamente con el viento. Nos pusimos a trabajar; yo me ocupé de los burros, que
           estaban muertos de miedo, tanto por el hecho de que les cubriera la cabeza como por

           el vendaval. Los até a las palmeras más gruesas mientras Hank se encargaba de la
           tienda, reforzando las cuerdas principales y sujetando el suelo con piedras. El viento

           pareció  enfurecerse  de  pronto  y  la  arena  empezó  a  golpearnos  el  rostro.  Estaba
           ardiendo. Me reuní a Hank junto a la tienda.
               —El viento tiene tanta fuerza que parece como si fuera a incrustarse en la piel.
               —Los granos de arena vuelan a sesenta o setenta kilómetros por hora, o incluso

           más. Este viento podría arrancarnos la piel a tiras.
               Comprobé la tienda, pero Hank había hecho un buen trabajo. Nos introdujimos en

           el interior y nos cubrimos los ojos, la boca y la nariz con pañuelos. En el exterior, el
           viento continuaba arreciando y pronto empezaron a sonar como chillidos. De vez en
           cuando  llegaban  hasta  nosotros  los  rebuznos  histéricos  de  los  burros,  mientras  las
           paredes de las tiendas se agitaban a merced del viento. La tormenta era cada vez más

           fuerte y podía ponerse mucho peor. Hank alargó la mano y me cogió del brazo con
           firmeza.

               —Carter bajá.
               Había alguien con nosotros. Me aflojé la venda de los ojos y ante mí descubrí a
           Ahmed Abd-er-Rasul, que sonreía.

               —Carter bajá, esta tormenta va a ser de las malas.
               —Lo sé.
               Hank también se quitó la venda.

               —¿Qué quiere?




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