Page 168 - Las ciudades de los muertos
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Pasamos horas y horas cruzando el desierto bajo la desagradable luz de la luna, con
           aquel rostro de muerte observándonos. La luna, la arena y nosotros, suficientemente
           locos para retarnos a un duelo entre los tres.

               Llegamos al monasterio poco antes del alba. Era enorme, descomunal, más de mil
           quinientos años de historia y con un aspecto prehistórico. Los muros eran gruesos, de
           piedra negra, aunque no sé de dónde la consiguieron, y la entrada estaba franqueada

           por una puerta doble de cedro, antigua y pesada. La cúpula de la capilla se alzaba por
           encima de los muros y, alrededor del edificio, había una gran cantidad de palmeras, lo
           cual indicaba la existencia de agua. El monasterio estaba situado en una estribación

           rocosa  donde  convergen  finalmente  los  dos  lados  del  Wädi,  levantándose  sobre  la
           arena, donde estamos acampados nosotros, a unos cincuenta metros de distancia.
               Una  monja,  parecida  a  la  hermana  Marcelina,  que  montaba  guardia  en  la  cara

           oeste, nos localizó y dio la voz de alarma.
               El cielo estaba iluminado y vimos que más gente se apiñaba en la parte superior
           de los muros. Sacerdotes, monjas y algún egipcio, la mayoría con antorchas. Estaban

           demasiado  lejos  para  que  pudiésemos  reconocerlos.  Demasiado  lejos  y  demasiado
           elevados. Busqué a toda prisa los prismáticos, pero no podía recordar en qué bolsa los
           había dejado.

               —¡Hola! —Hank se quedó mirando el grupo, fijamente. Deseé que no pudiesen
           oír  el  tono  de  desesperación  de  su  voz.  Yo  lo  escuchaba  con  demasiada  claridad.

           Pobre  muchacho.  Había  venido  a  Egipto  en  busca  de  una  cosa  y  no  sólo  había
           encontrado otra sino que ahora la perdía.
               —¡Hola!
               Aquella gente nos observaba con atención, pero en silencio.

               —Hank —intenté que mi voz sonara firme y tranquilizadora.
               Se volvió para observarme, indeciso.

               —Estamos aquí para fotografiar el monasterio, para tu estudio. ¿Recuerdas? Si
           Birgit está aquí, la encontraremos.
               Se quedó mirando a nuestros observadores y luego desvió la vista hacia mí.
               —Por  supuesto,  me  parece  que  te  dejaré  dirigir  la  conversación  —estaba

           demasiado agotado para ocultar su impaciencia—. De todas formas, tampoco me iban
           a contestar.

               —Entonces, por ahora lo único que haremos será desempaquetar nuestras cosas y,
           más tarde, cuando hayamos descansado, podemos acercarnos a la puerta principal y
           llamar.

               —¿Por qué es tan negro?
               —Hank.
               —Negro, un lugar maldito.

               Descargamos  los  burros  y  los  dejamos  junto  al  agua  y  la  hierba,  para  que


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