Page 164 - Las ciudades de los muertos
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escritorio.
               —Parece que ésa es su posición favorita.
               En  la  oficina  encontramos  provisiones,  así  que  nos  preparamos  un  desayuno  a

           base de carne de cerdo salada y cerveza. Hank observaba impaciente el exterior, a
           través de la puerta.
               —Nunca he visto un oasis. ¿Podremos salir a dar una vuelta?

               —Deberíamos partir cuanto antes.
               —Pero no podremos hacerlo hasta que Zhitomiri se levante, a menos que desees
           despertarlo ahora mismo…

               Observé al ruso, que continuaba roncando, cada vez más fuerte y seguido. Di un
           suspiro.
               —Vamos.

               Bir Hooker, «el manantial de Hooker», tenía, como su nombre indica, una gran
           fuente en el centro. El agua estaba fría, casi helada, y era clara como el más fino

           cristal. Hank se lavó las manos y tomó un largo sorbo.
               —Está deliciosa. No tiene sabor alguno, simplemente refresca y tonifica.
               También yo bebí durante un rato.
               Por todos lados se veían palmeras y acacias, tan juntas que era difícil abrirse paso

           entre ellas. Hank se subió a una palmera de dátiles e hizo caer un racimo y, aunque
           habíamos quedado más que satisfechos con el desayuno, nos los comimos. Estaban

           deliciosos. Vimos muchos pájaros que revoloteaban y chillaban entre los árboles. Una
           pequeña serpiente se deslizó entre los pies de Hank, que soltó un grito.
               —Dios santo, Howard.
               —No te preocupes, es inofensiva.

               —Me horrorizan las serpientes. ¿Te lo había dicho alguna vez?
               —No, pero me lo imaginaba.

               —¿Hay especies venenosas por estos parajes?
               —No lo sé, pero si las hay, deben de estar ocultas, así que no te preocupes.
               Continuamos caminando y, al poco rato Hank pareció tranquilizarse. Llegamos al
           extremo del oasis Y nos quedamos mirando la arena y el sol abrasador. El desierto se

           extendía  hasta  más  allá  del  horizonte.  Intercambiamos  una  triste  mirada.  Nuestro
           solaz había terminado.

               Cuando regresamos a la estación, Zhitomiri estaba ya despierto, aunque arrastraba
           una  monumental  resaca.  Estaba  ansioso  por  alquilarnos  lo  que  necesitáramos  y
           vernos marchar. Nos llevamos cinco burros, dos para nosotros y otros tres para las

           provisiones y el equipo, un poco de cerdo salado como complemento a la comida que
           ya llevábamos, y un mapa de Wädi Nätrun.
               Zhitomiri se restregó los ojos.

               —¿Tienen una brújula?




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