Page 160 - Las ciudades de los muertos
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Subimos al tren, que se componía únicamente de una locomotora, un vagón de
           carga  y  otro  plano.  Zhitomiri  montó  en  la  cabina  del  maquinista.  Parecía  un  niño
           disfrutando  con  su  juguete.  Nosotros  nos  colocamos  en  el  vagón  plano,  junto  con

           nuestras  cosas.  A  un  lado  de  la  locomotora,  en  enormes  letras  rojas  escritas  en
           caracteres cirílicos, se veía una palabra; más abajo, aparecía traducida en árabe y en
           inglés, en rojo también: Alexandra.

               Tras  calentar  un  rato  la  caldera,  sentimos  una  fuerte  sacudida  y  emprendimos
           nuestro  viaje  hacia  el  desierto  occidental.  Poco  después  dejamos  atrás  las  tierras
           cultivadas para adentrarnos en el territorio de arena. Es impresionante el modo en que

           el oscuro suelo egipcio se transforma en arena rojiza. En un instante se pasa de la
           exuberancia a la esterilidad. Nada crece en el desierto y únicamente las criaturas más
           fieras,  como  los  chacales,  los  lagartos  y  las  serpientes,  sobreviven  allí.  Claro  que

           existen  los  oasis,  llenos  de  vida  a  su  alrededor,  pero  son  pocos  y  están  muy
           esparcidos.

               Me senté a escribir estas líneas en el diario y me hubiera quedado inmediatamente
           dormido, de no ser porque Hank y Zhitomiri entablaron una amena conversación a
           voz en grito de la locomotora hasta nuestro vagón.
               —No  es  un  tren  muy  grande  para  una  compañía  importante  —Hank  parecía

           disfrutar del viaje. Poco a poco, ganábamos velocidad.
               —Hay  muchos  más  vagones  —contestó  Zhitomiri  a  gritos—,  pero  sólo  los

           utilizamos en plena temporada.
               —¿Temporada?
               —En verano. Es cuando los lagos y lagunas se secan y, sólo entonces podemos
           extraer las sustancias químicas.

               —Ya veo.
               Zhitomiri hizo sonar el silbido del tren, un sonido agudo e irritante.

               —Por cierto —continuó—, ¿han tenido noticias de Rusia?
               —¿Noticias?
               —La guerra con Japón, los revolucionarios.
               —Lo último que oí es que Japón llevaba la mejor parte.

               Zhitomiri permaneció un rato silencioso mientras echaba carbón a la caldera.
               De pronto, el tren se detuvo y alcé la vista para ver qué había ocurrido. Arena, la

           arena del desierto cubría los raíles en un intento de reclamar lo que era suyo. Bajamos
           del vagón y nos unimos a Zhitomiri.
               —Le ayudaremos a despejar el camino.

               El  ruso  observaba  la  arena  como  si  aquel  incidente  fuera  un  insulto  personal
           contra él, pero nos alargó un par de palas.
               —Trabajé durante un tiempo como maquinista en Rusia, y allí lo que teníamos

           que sacar a paladas era la nieve. Tenía que haber sido marinero —alargó el brazo




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