Page 161 - Las ciudades de los muertos
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hacia la cabina y, tras tantear el asiento, sacó una botella de vodka.
               —¿Les apetece un trago?
               —No, gracias.

               Hank lo observaba beber embobado.
               —Creo que yo no podría beberme eso de un trago.
               Tardamos más o menos una hora en limpiar la vía y, al acabar, yo estaba muerto

           de sueño.
               —¿Por qué no acompañas a Zhitomiri en la cabina? Así le harás compañía.
               Se sentó junto al ruso y yo me tumbé.

               Me  desperté  poco  después;  de  nuevo  la  arena  que  obstaculizaba  el  camino.
           Tuvimos que despejar los raíles otra vez, aunque en esta ocasión había menos. Pronto
           estuvimos de nuevo en marcha, y Hank decidió hacerme compañía.

               —Zhitomiri está borracho y conduce en plan temerario.
               —Tal vez uno de nosotros debería ir con él, para mayor seguridad —quería que se

           marchara y me dejara dormir.
               —¿Sabrías cómo conducir el tren?
               —No —respondí, avergonzado.
               —Pues yo tampoco, así que tendremos que confiar en él.

               Nos habíamos adentrado mucho en el desierto y la arena se levantaba en pequeñas
           dunas a ambos lados, que cambiaban de forma según el viento, levantando nubes de

           polvo. La intensidad del sol era tan fuerte que nos escocían los ojos, ya irritados por
           el viento.
               De pronto, el paisaje empezó a cambiar. La zona de Wädi Nätrun son los restos de
           un mar de sal. El desierto está lleno de balsas de aguas pestilentes, que echan humo y

           burbujean como si estuviesen vivas. A su alrededor hay unos depósitos químicos y el
           terreno se anima de unos fantásticos colores: azules, púrpuras, amarillos y verdes. El

           aire tiene un olor fuerte y picante, está tan cargado de sustancias químicas que incluso
           se siente su sabor. Hank observaba el panorama con aire distraído.
               —Parece un paisaje lunar, ¿verdad?
               —Sí, es tan estéril y árido como la luna.

               Se recostó hacia atrás para observar el cielo.
               —Los  antiguos  egipcios  venían  aquí  en  busca  de  la  sal  que  utilizaban  en  las

           momificaciones —le expliqué—. Las sales secan la carne hasta convertirla en cuero.
           —Desvié  la  vista  hacia  él,  que  continuaba  observando  el  cielo—.  Por  el  amor  de
           Dios, no mires al sol. Te vas a quedar ciego.

               No había escuchado una palabra de lo que le decía, perdido como estaba en sus
           ensoñaciones.
               —¿Mmm?  Estaba  mirando  el  cielo.  Fíjate,  Howard,  claro  y  transparente  como

           ninguna otra cosa en el mundo. Aquí no hay nada más que el sol y el aire.




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