Page 163 - Las ciudades de los muertos
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durante un rato nos echó más arena en los raíles de la que podíamos sacar, después
cambió de dirección e incluso nos ayudó en nuestro trabajo. A mediodía, los raíles
estaban despejados y, luego, de pronto, el viento dejó de soplar y todo volvió a estar
en calma.
Zhitomiri, que se había pasado toda la mañana bebiendo, estaba de mal humor.
—¿Ha estado alguna vez en Rusia, Carter?
—No, pero dicen que allí hay nieve todo el año.
—Rusia es sagrada. Es la cuna de la verdadera religión.
«Sí, pensé, como cualquier otro lugar».
—El zar es el mensajero de Dios en la Tierra, y están intentando derrocarlo —se
tomó otro trago de vodka—. La religión está muriendo, Carter.
Se me quedó mirando, apoyado en la pala, pero no supe qué contestarle.
—Los japoneses, los rojos… —sacudió la cabeza, como si ese simple gesto
pudiese aliviar los pesares del zar. Luego, se subió a la cabina y empezó a echar
carbón en la caldera—. ¡En marcha!
Hank, que se había quedado confuso ante las palabras de Zhitomiri, permanecía
en silencio, como yo. Luego, se volvió hacia mí.
—¿Es éste el único camino para entrar en Wädi Nätrun?
—Sí.
—Entonces Rheinholdt todavía debe de estar allí.
—Sí, el único lugar por el que podría huir es por el oeste, en dirección al Sahara.
Montamos en el tren y, antes de que pudiésemos agarrarnos, la máquina se puso
en marcha, con una brusca sacudida. Al cabo de poco rato, llevábamos una
considerable velocidad. Zhitomiri hizo sonar el silbato, cuyo sonido atravesó la
vaguada, se reflejó en las lejanas dunas, altas como torres, que limitaban el valle, y
volvió en forma de eco hasta nosotros.
Más retrasos, más trabajo. Era prácticamente de noche cuando finalmente llegamos a
Bir Hooker, el pequeño oasis situado al final de la línea férrea. Zhitomiri detuvo la
máquina lentamente, entró tambaleándose en la oficina y, tras apoyar la cabeza entre
las manos, se quedó dormido, sobre el escritorio.
Afuera, en el establo, los burros rebuznaban. No habían probado bocado en tres
días, así que les echamos un poco de heno y, tras abrir nuestros sacos, nos pusimos
también a dormir.
El día siguiente amaneció claro y brillante. Henry… bien, le llamaré Hank. Hank
y yo nos despertamos temprano, sintiéndonos descansados por primera vez en varios
días. Hank se restregó el tobillo.
—Creo que ya está curado. No me duele en absoluto.
Zhitomiri todavía dormía, roncando profundamente, desplomado sobre el
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