Page 167 - Las ciudades de los muertos
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—Es como un castillo negro y terrorífico.
               —Tonterías. Son unas viejas ruinas.





           Habíamos planeado hacer la siesta en el siguiente oasis, en el momento más caluroso
           del día, pero no llegamos a tiempo. Aun así, hubiera sido un error intentar viajar más
           deprisa, porque los burros no lo habrían soportado.

               Así que llegamos allí a primera hora de la tarde. Dormimos un poco, dejando que
           los  animales  descansaran,  y  nos  preparamos  una  cena  ligera.  La  luna,  pálida  e

           irregular,  se  alzó  en  el  cielo  poco  después  de  las  diez.  Cargamos  los  burros,
           montamos y emprendimos de nuevo la marcha. Los rayos de luna reflejaban formas
           fantasmales en la arena y una fuerte brisa empezó a soplar; tuvimos que protegernos

           la cabeza para que no nos lastimara la arena. Los animales rebuznaban incómodos y
           soplaban para quitarse la arena de los ollares.
               —El rostro de la luna es como la cabeza de un muerto.

               —Basta ya, Hank. Te estás dejando influir por el desierto.
               Se quedó en silencio, observando la crin de su burro.
               Poco después vimos la silueta de otro antiguo monasterio, esta vez mucho más

           cerca que el otro. Su perfil en la arena iluminada por la luna era tan negro como el
           pecado.
               —Míralo, Howard, está encantado.

               —Tonterías.
               Pronto  lo  dejamos  atrás.  «Y  éste  es  el  hombre  que  vino  a  Egipto  en  busca  de
           espíritus  —pensé—.  Tal  vez  haya  tenido  ya  bastante.  Tal  vez  ambos  estemos  ya

           hartos. Por Dios, me está contagiando su depresivo humor».
               Nos detuvimos a descansar en otro palmeral. Se oía borbotear el agua, que caía
           bondadosamente  del  manantial.  Después  de  las  inclemencias  que  habíamos  tenido

           que  soportar  durante  el  día,  aquel  movimiento  tan  suave  parecía…  insuficiente,
           nimio. La luz de la luna era casi cegadora.
               Era  nuestro  tercer  día  de  viaje  por  la  arena  en  dirección  oeste.  No  estábamos

           llevando un buen ritmo y, aunque había esperado llegar a San Pilatos al atardecer,
           sabía que no lo íbamos a conseguir, y no quería forzar a los animales.
               Henry Larrimer estaba… Por Dios, con lo que me había asustado en la tumba del

           Valle de las Reinas, y ahora era mucho peor. No quería ni pensar en lo que ocurriría si
           no encontrábamos a Birgit con el sacerdote.





           Por la tarde nos detuvimos a descansar. La luna no se alzaría hasta casi medianoche,
           pero Hank me urgía a continuar avanzando.





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