Page 166 - Las ciudades de los muertos
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No podía haberme pillado más por sorpresa.
               —¿Cómo dices?
               —Rheinholdt y las monjas. ¿Crees que duermen juntos?

               —¿Qué te hace pensar eso?
               —Rheinholdt  es  joven  y  atractivo  y  todas  las  monjas  son  obesas.  No  puedo
           imaginármelo.

               Pensé que había captado su indirecta.
               —¡Oh! Pero sí que puedes imaginártelo con Birgit.
               —Sí —desvió la vista hacia mí.

               —¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez estemos perdiendo el tiempo? Por lo que
           nosotros sabemos, Birgit se fue con ellos por propia voluntad.
               —Ella no habría hecho tal cosa.

               —Tampoco la conoces tan bien como para decir eso. Por lo que sabemos, fue ella
           quien dejó al barón, y no a la inversa.

               —Birgit está allí, con el sacerdote.
               —Lo sé, lo sé, pero ¿por qué decirlo?





           El día siguiente transcurrió igual que el anterior. Sol, arena, brisas poco refrescantes,
           el  crujido  de  los  cascos  de  los  burros…  Hank  no  lo  soportaba  demasiado  bien  y
           mostraba  signos  de  inquietud.  Nunca  me  había  dicho  que  estuviese  enamorado  de

           Birgit, pero no era necesario decirlo.
               Al mediodía, nos detuvimos en otro oasis, un poco mayor que el del día anterior.
           En éste, el agua surgía de la tierra por varios manantiales y los árboles estaban más

           separados, no tan apiñados. Desde un extremo de aquella tierra fértil, Hank señaló
           hacia la lejanía, allí donde parecía acabar el desierto.
               —Allí hay un edificio. ¿Qué es?

               Señalaba unas enormes ruinas negras en el horizonte. Saqué unos prismáticos de
           una de las bolsas y pude observarlas más de cerca. Una estructura amplia y oscura,
           desvencijada, con altos muros, y todavía podían verse los restos de una cúpula.

               Le dejé mirar por los prismáticos.
               —¿Qué es? —repitió.
               —Uno de los antiguos monasterios.

               —¿No es el de San Pilatos?
               —No,  éste  es  uno  de  los  menores.  San  Pilatos  es  más  grande  y  antiguo,  y
           probablemente todavía más negro.

               Se me quedó mirando.
               —No seas gracioso. ¿Por qué no cubre la arena esas ruinas?
               —No lo sé. Tal vez lo haga, para volver a retirarse poco después.

               Volvió a mirar a través de los prismáticos.


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