Page 162 - Las ciudades de los muertos
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—¿Crees que esto es sano? —no quería que se me pusiera en plan místico.
Estábamos atravesando un paisaje de locura en manos de un borracho, cosa que ya
me parecía suficiente.
—Es lo que intenté contarte una vez. El cielo nos protege del vacío que hay más
allá, del caos. Es como una madre. Los antiguos sabían estas cosas, Howard —se
volvió para observarme—. Lo convirtieron en la madre de los dioses y nos protege.
—O nos encierra —alcé yo también la vista—. Nos aísla de los dioses que viven
más allá —lo miré, cohibido. No había querido decir esas palabras, pero ahora no
podía detenerse—. Existen antiguas historias que cuentan que un ejército persa pasó
por aquí, atravesando este valle, en busca del oráculo de Siva. Y en una noche, la
arena del desierto se levantó y los engulló. Un ejército entero desapareció en una
noche. ¿Dónde estaba su madre, su diosa protectora? El desierto es muerte, Hank, y
el cielo, como mucho, un espectador indiferente. Mira las sustancias químicas que
salen de la tierra, huele la corrupción que hay en el aire.
Henry apartó la vista. Mi ímpetu, mi pasión tan poco habituales lo habían dejado
confuso. Lo observé durante un rato, con el fin de apartar la vista de los depósitos de
sal, de las aguas humeantes. El tren avanzaba a un ritmo regular mientras poco a poco
ganaba velocidad. Al cabo de pocos minutos, Hank se quedó profundamente
dormido. Lo cubrí con mi chaqueta, para que no sufriera quemaduras. Luego, yo
también me quedé dormido.
Encontramos otro obstáculo sobre los raíles, esta vez bastante grande. Nos apeamos
los tres y nos quedamos mirando la arena, apesadumbrados.
—Debe tener más de trescientos metros —la voz de Zhitomiri sonaba con gran
amargura. Creo que debía odiar Egipto—. Nos llevará horas despejarlo. Tal vez un
día o más.
Hank se inclinó para restregarse el tobillo.
—¿Está siempre tan mal este camino?
—No, tan mal no —Zhitomiri tomó un puñado de arena y la soltó al viento—. La
semana pasada, cuando traje a Rheinholdt, no me encontré con un solo obstáculo.
—Cuestión de suerte.
Cogí una pala y empecé a quitar arena. No estaba de humor para conversar. Al
cabo de un momento, los demás me imitaron.
Trabajamos en silencio durante largo rato. Zhitomiri murmuraba de vez en
cuando palabras en ruso. Al atardecer, nos detuvimos y sacamos nuestras provisiones.
Luego, cuando se alzó la luna en el cielo, continuamos trabajando un rato, antes de
ponernos a dormir.
Al día siguiente, continuamos trabajando. Un puñado de nubes se apiñaban en el
cielo y, de vez en cuando, tapaban la luz del sol. Empezó a hacer viento y, aunque
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