Page 157 - Las ciudades de los muertos
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Zhitomiri se echó a reír.
               —Es un poco de brujería, lo único que pude hacer. No estoy asociado con lo que
           sea que causó esta lluvia.

               —La lluvia ha cesado.
               Le costó unos segundos reaccionar.
               —¡Oh! ¡Qué horrible!

               —¿Deseaba  usted  que  hubiese  una  riada?  —Hank  parecía  intrigado  con  aquel
           hombre.
               —Nunca consigo lo que quiero —Zhitomiri se restregó los ojos y bostezó. Tenía

           un aspecto muy desaliñado.
               —Necesitamos ir a Wädi Nätrun. ¿Podría usted arreglarnos el viaje?
               —¿Para qué quieren ir allí? —de pronto parecía receloso.

               —El señor Larrimer está realizando un estudio fotográfico de todo el país y desea
           visitar los antiguos monasterios que allí se encuentran.

               Zhitomiri no parecía muy convencido, pero, cuando estaba a punto de replicar,
           Hank lo interrumpió.
               —Nuestro amigo, el padre Rheinholdt, nos ha invitado a visitar el monasterio de
           San Pilatos.

               —¿Conocen  a  Rheinholdt?  —desvió  la  vista  hacia  mí—.  Tenían  que  haber
           concretado el viaje con la compañía, en El Cairo o en Alejandría.

               —Cambiamos de planes de improviso —fue lo primero que se me ocurrió—. La
           lluvia…
               —Incluso así, sin el permiso de la compañía, poco puedo hacer yo.
               —Sabremos pagarle bien por sus servicios —Hank buscó la cartera en su bolsillo.

               Pero el hombre seguía con la vista fija en mí.
               —¿Dijo usted que era el señor Carter, del Servicio de Antigüedades?

               —Así es —mentí.
               —Ya veo. El tren está aquí.
               —Sí,  lo  vimos.  Necesitaremos  burros  o  camellos  cuando  lleguemos  allí.
           ¿Podremos alquilarlos en algún sitio?

               —Yo  mismo  les  llevaré  allí.  Hay  burros  en  el  otro  extremo  de  la  línea.  Lo  sé
           porque  cada  día  tengo  que  ir  a  darles  de  comer.  El  maquinista  habitual  se  ha

           marchado, así que tengo que hacer ambos trabajos a la vez —asintió y observó el
           escritorio con aire abatido—. Su amigo el sacerdote no es muy popular aquí.
               Intenté que mi tono de voz sonara indiferente.

               —¡Oh! ¿Por qué?
               —Han desaparecido muchos niños y lo acusan a él de haberlos raptado. A él y a
           sus monjas.

               —Aquí en la ciudad parece que únicamente haya niños.




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