Page 154 - Las ciudades de los muertos
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—Esta estación está situada en un lugar un poco elevado, pero la ciudad quedó
completamente inundada y las calles se convirtieron en cataratas. Uno de los muros
de la mezquita se desmoronó y por todas partes se veían serpientes, que la riada había
hecho salir de sus escondrijos.
Mientras pagaba los billetes, oí gritos en el exterior, y al acercarme a la puerta
divisé a un joven, con toda evidencia un habitante de la ciudad, que le estaba
chillando como un histérico a Hank. Llevaba una gabardina blanca y blandía un
cuchillo en la mano.
—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está?
Hank se encaramó a la carreta para quedar fuera de su alcance.
—¿Dónde está? ¿Qué le han hecho? —alargó el brazo para alcanzar a Hank con
la daga, pero erró el golpe.
Salí corriendo y pude coger el árabe por la muñeca antes de que se diera cuenta;
entonces lo tumbé en el suelo, a pesar de que todavía blandía el arma. Empezamos a
forcejear y vi que me observaba con un profundo odio en los ojos. En aquel
momento, Hank bajó de un salto de la carreta y le quitó el cuchillo de la mano, cosa
que pareció dejarlo sin fuerzas.
—Soy Howard Carter, antiguo inspector de Monumentos del Alto Egipto.
El hombre desvió la mirada hacia mí; al oír un título de cierta autoridad pareció
calmarse.
—¿Qué significa este ataque?
—Pensó que eran ustedes sacerdotes —Akim es-Sihri había aparecido como por
arte de magia y permanecía junto a nosotros—. Su hija es una de las niñas
desaparecidas y culpa de ello a los sacerdotes occidentales.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Porque no se le ocurre a quién echarle la culpa —volvió a repetir al hombre
quiénes éramos nosotros y a asegurarle que nada teníamos que ver con los sacerdotes.
El árabe pareció relajarse y lo solté para que pudiera levantarse.
Akim cogió el cuchillo de manos de Hank y se lo devolvió a su propietario, que lo
enfundó.
—Les he dicho miles de veces que sus hijos están muriendo en las tumbas por
culpa de las momias, pero se niegan a creerme y me dicen que chocheo —la dignidad
de Akim parecía verdaderamente herida por eso—. ¿Cree usted que chocheo, Carter
bajá?
Llevábamos la ropa salpicada de barro y, al intentar sacudirlo, lo único que
conseguí fue esparcirlo. Me quedé mirando al anciano.
—Si es deseo de Alá, querido amigo, entonces usted chochea.
Hank no había comprendido una palabra; me volví hacia él para contárselo y,
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