Page 155 - Las ciudades de los muertos
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mientras lo hacía, llegó el tren. Cargamos nuestras cosas a toda prisa, agradecimos a
           Akim el viaje y su ayuda y subimos al compartimento. El atacante de Hank nos vio
           marchar con ojos hoscos y sin abrir la boca, ni siquiera para disculparse.

               El viaje en dirección norte hasta Khatatba era breve y se desarrolló sin incidentes;
           fue  nuestro  primer  viaje  sin  retrasos  de  ningún  tipo.  Cuando  llegamos  a  nuestro
           destino,  al  cabo  de  un  par  de  horas,  Hank  se  quedó  asombrado  e  incluso  bromeó

           sobre si se necesitaba una catástrofe natural para que los trenes llegaran puntuales.
               La lluvia parecía haber causado incluso más destrozos en esta parte del delta que
           en  Atribis.  Los  pueblos  por  los  que  habíamos  pasado  entre  el-Qatta  y  Khatatba

           estaban desiertos, ya que sus gentes habían huido de la crecida de las aguas. Calles
           enteras estaban todavía inundadas y los edificios bajos tenían un palmo de agua. Los
           raíles del tren estaban también cubiertos en algunos trechos, por lo que teníamos que

           avanzar con lentitud. Hank sacaba cada dos por tres la cabeza por la ventanilla para
           ver cómo el tren tenía que abrirse paso entre grandes charcos de agua.

               —Es como si viajáramos en una barcaza.
               Me coloqué a su lado en la ventanilla. El cielo era tan gris como el agua.
               —En la antigüedad, las pirámides se alzaban en el centro del lago Moeris y las
           calzadas que llegaban hasta ellas discurrían justo al borde del agua. El tráfico en esas

           calzadas debía parecerse poco más o menos a esto.
               —Debía de ser un espectáculo mágico.

               Parecía disfrutar del panorama. Yo, por mi parte, había vivido suficiente tiempo
           en Egipto para saber cuán molesta podía ser la naturaleza. No se veía rastro del sol, el
           cielo estaba cubierto de nubes, como si nunca fuera a aclarar.
               Khatatba está situada a más altura que el resto de las poblaciones vecinas y, salvo

           por algunos charcos dispersos, las aguas se habían retirado, dejando a su paso una
           espesa  capa  de  barro  negruzco.  Los  niños  jugaban  por  todas  partes  con  aire

           despreocupado, embadurnándose el cuerpo para parecer negros. No se veían adultos
           en ningún sitio. Debían de estar sacando el lodo de sus casas, pensé. ¿Dónde iban a
           estar, si no?
               En la estación no encontramos a ningún guarda, pero la puerta estaba abierta y se

           veía luz en el interior. Dejamos nuestras cosas allí y, tras coger las llaves que estaban
           colgadas en un gancho, cerramos la puerta a nuestras espaldas. Luego, le pedí a un

           muchacho que nos condujera a la compañía de Sosa y Sal Egipcias, pero, ante mi
           sorpresa, se echó a reír, mientras se sacudía el fango de la ropa. Echamos a andar.
           Pronto se haría de noche.

               Hank se detuvo para agacharse junto a uno de los charcos.
               —Renacuajos. Mira, Howard, hay cientos de renacuajos. No puedes imaginarte lo
           maravilloso  que  es  ver  cómo  emerge  una  vida  de  algo  tan  insignificante  —se

           incorporó y continuó caminando.




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