Page 158 - Las ciudades de los muertos
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—Algunos  adultos  huyeron  de  la  lluvia  y  los  que  se  quedaron  están  en  la
           mezquita, limpiando el palmo largo de barro que hay allí. Así, pueden trabajar y rezar
           al mismo tiempo, toda una oportunidad para los fieles.

               Le ofrecimos dinero para que nos proporcionara un lugar donde dormir, pero se
           negó a cooperar.
               —Tenían que haber arreglado el viaje a través de la compañía.

               Así que regresamos a la estación, abrimos los sacos de dormir y nos tumbamos en
           el suelo.
               Yo me habría quedado dormido casi al instante, pero Hank tenía ganas de hablar.

               —Todo el mundo echa la culpa de la lluvia a la brujería, incluso Zhitomiri.
               —Un bolchevique borracho.
               —Aun  así,  sabemos  que  hay  un  brujo  trabajando  por  ahí,  aunque  sea  un

           aficionado.
               Me apoyé sobre un codo y observé a Hank.

               —¿Crees que Rheinholdt inundó la mitad norte de Egipto para cubrir sus huellas?
               —Ese hombre está loco, ¿no? Aun así, no creo que haya sido algo tan directo. La
           brujería  significa  una  alteración  del  orden  natural;  una  vez  empieza,  las  cosas  se
           descontrolan por sí solas.

               Intenté adoptar un tono escéptico.
               —Me da la impresión de que tú también hablas como un aprendiz de brujo —hice

           una pausa para que causara más efecto—. ¡Qué tontería!
               Sonrió.
               —Todo el mundo en Egipto parece convencido de que la brujería existe menos tú.
               Y, con aquel comentario tan exasperante, se dispuso a dormir.





           Nos levantamos al alba y, tras contratar a un par de muchachos, trasladamos nuestras

           cosas a la compañía de sosa. Estaba convencido de que Zhitomiri habría olvidado
           toda  nuestra  conversación  de  la  noche  anterior,  pero  lo  encontramos  levantado
           esperándonos,  con  un  aspecto  que  en  nada  se  parecía  al  hombre  borracho  que

           habíamos conocido hacía sólo unas horas.
               —¡Carter! ¡Larrimer! Buenos días —a la luz del día parecía más impresionante;
           alto,  corpulento  y  con  un  profundo  bronceado.  No  llevaba  nada  más  que  unos

           pantalones cortos de color caqui y unas botas del desierto. Se inclinó para coger dos
           de las bolsas que llevaban los muchachos.
               —Vamos, metan las cosas en el tren.

               Debía  de  tener  casi  sesenta  años  pero  se  movía  como  un  hombre  treinta  años
           menor. El vodka, quizás.
               Hank le dedicó su especial sonrisa Larrimer.

               —Me temo que tenemos un montón de trastos más en la estación.


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