Page 169 - Las ciudades de los muertos
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reposaran. Levantamos la tienda de campaña y dispusimos los sacos de dormir.
               —Se están acumulando nubes en el este. Puede que haga frío mientras dormimos
           unas horas.

               Poco después de introducirnos en los sacos, oímos una especie de crujido. Yo, que
           estaba a punto de dormirme, abrí los ojos, levanté la lona de la tienda, mirando con
           expresión  somnolienta.  La  puerta  del  monasterio  estaba  un  poco  abierta;  alguien

           había  salido,  un  árabe,  que  se  dirigía  hacia  nuestra  tienda.  A  medio  camino,  lo
           reconocí. Era Ahmed Abd-er-Rasul.
               El hombre caminaba lentamente por la arena, su túnica se movía con la brisa. Se

           acercó  a  nuestra  tienda  con  paso  decidido,  se  inclinó  y  observó  el  interior.  Una
           sonrisa se dibujó en sus labios.
               —Carter bajá.

               Me quedé mirándolo fijamente. Ahmed, como ya he dicho en alguna ocasión, es
           un hombre que posee un gran atractivo, y por un momento no pude pensar en nada

           más que en su sonrisa y su encanto.
               —¿Y el señor Larrimer, de los Larrimer de Pittsburgh?
               Salí de mi arrobamiento.
               —Buenos días, Ahmed —desvié la vista hacia Hank, que estaba profundamente

           dormido, y por un momento estuve tentado de despertarlo, pero me lo pensé mejor. El
           viaje por el desierto lo había dejado exhausto—. ¿Cómo está su hijo Azzi?

               —Está en El Cairo, con su madre, para que lo protejan de los alemanes. Siempre
           aparece usted en los lugares más insospechados, Carter bajá.
               —El señor Larrimer está llevando a cabo un reportaje fotográfico de Egipto. Creo
           que ya lo sabía usted, ¿no?, desea fotografiar todos los monasterios.

               Henry bostezó y abrió los ojos. Aunque reconoció al instante a Ahmed, nada dijo.
               —¿Les importa que les haga compañía un rato? —se subió la túnica y se sentó en

           el suelo—. Me temo que nosotros no queremos que nadie haga fotografías por aquí.
               —¿Nosotros?
               —En efecto.
               —Los monasterios son dominio público.

               —Éste no.
               —Lo único que queremos son fotografías.

               —El padre Rheinholdt no cree eso.
               Solté un suspiro de exasperación.
               —Legalmente, no pueden negarnos la entrada.

               —¿Posee usted un permiso especial de monsieur Maspero?
               Hank,  que  ya  se  había  despertado  del  todo,  permanecía  sentado  en  su  saco  de
           dormir.

               —Si es necesario, podemos pagar. Soy un hombre rico.




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