Page 174 - Las ciudades de los muertos
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Ahmed hizo una ligera inclinación de cabeza.
               —No podemos dejar que perezcan bajo el viento. Pueden entrar, si lo desean.
               —¿En el monasterio? —Hank todavía me mantenía cogido el brazo.

               —Sí.
               Una  nueva  embestida  de  viento  zarandeó  la  tienda.  La  frágil  tela  no  podría
           soportar la tormenta.

               —Gracias. ¿Nos ayudará a transportar nuestras cosas?
               Ahmed observó las cámaras.
               —Hay  varias  condiciones.  El  padre  Rheinholdt  se  oponía  a  que  os  dejáramos

           pasar, pero algunos de nosotros hemos insistido.
               —Condiciones… —lo observé fijamente, consciente de que no estábamos en muy
           buena posición para negociar.

               —No podrán hacer fotografías. Ninguna.
               —De acuerdo.

               —Y no podrán salir de la celda que se les asigne. En ningún momento, y bajo
           ninguna circunstancia.
               —Sí, claro.
               —Perfecto, entonces empecemos a trasladar las cosas.

               —Nuestros burros necesitarán un lugar donde cobijarse.
               —Vendrán con nosotros.

               Era bastante difícil caminar contra el viento, y las partes del cuerpo expuestas,
           como las manos y la nuca, nos quemaban. Cogimos la comida y la ropa y dejamos el
           equipo fuera de la tienda. Con los animales y las provisiones podríamos regresar a Bir
           Hooker y, aunque el viento se llevara el equipo o quedara enterrado, siempre podía

           reemplazarse.
               Era imposible ver más allá de las propias narices, así que nos cogimos de la mano

           formando una cadena, con Ahmed a la cabeza, ya que conocía el camino. Su túnica
           flotaba al viento como si fuera una vela. Nos costó una eternidad alcanzar la gran
           puerta, pero, al entrar en el patio interior, vimos que todo el mundo corría de un lado
           para  otro  asegurando  las  cosas  para  resistir  al  viento.  Eran  conscientes  de  que  la

           tormenta iba a ser mala. Un joven sacerdote, rubio como Rheinholdt, entró detrás de
           nosotros con los burros y los condujo a través del patio hacia un pequeño establo. Los

           animales rebuznaban sin cesar, puesto que llevaban los ojos vendados. De pronto, una
           fuerte ráfaga hizo perder el equilibrio a Ahmed, que cayó hacia atrás y fue a parar a
           mis brazos.

               Poco después, entramos en el edificio. Por todos lados se veían largos corredores
           de piedra negra, como los muros, iluminados con velas. Ahmed se quitó el pañuelo
           del rostro y se sacudió la arena de la túnica.

               —Gracias por sujetarme.




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