Page 178 - Las ciudades de los muertos
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grietas, algunas más finas que un alfiler, pero otras más amplias, del tamaño de un
           dedo.  Por  ellas  entraban  hilos  de  viento  y,  cuando  soplaba  con  fuerza,  se  oía  una
           especie de silbido. Ahora con esa pálida luz, ya podía distinguir con claridad el perfil

           de Hank.
               —No  temas,  no  pueden  entrar  serpientes  ni  murciélagos.  Estamos  a  unos  diez
           metros bajo tierra, pero la luz y el aire se filtran por las grietas.

               Hank apoyó la oreja en una hendidura bastante amplia para escuchar el sonido del
           viento.
               —La tormenta está empezando. —Miró a su alrededor—. Es un milagro que este

           lugar se sostenga todavía en pie. Esas grietas…, las hay por todas partes, el edificio
           está muy dañado.
               Me encogí de hombros.

               —¿Por qué no salimos a echar un vistazo?
               Se quedó boquiabierto.

               —Estamos encerrados.
               —No, no hay cerrojo en la puerta, sólo una tranca de madera, y seguro que está
           podrida. Podemos salir cuando queramos.
               Se acercó a la puerta y empezó a empujar con el hombro.

               —Creo que está cediendo.
               Casi al instante, la tranca se rompió. Hank se quedó mirando la puerta abierta,

           como si no pudiese creer que fuera tan fácil.
               —Bueno,  ¿a  qué  esperamos?  —exclamé  con  indiferencia—,  ¿no  querías  ir  a
           buscar a alguien?
               —No sé dónde estamos.

               —Podemos probar.
               Me siguió indeciso por el corredor.

               —¿Y las serpientes?
               —¿Las serpientes? Tú quieres encontrar a Birgit, ¿verdad? Piensa en su cabello
           dorado,  en  su  piel  dorada,  sus  ojos  azules  y  su  franca  sonrisa.  ¿Qué  importancia
           tienen unas cuantas cobras?

               —Estoy enamorado de ella, Howard —confesó.
               —Lo sé, aunque pensaba que nunca lo dirías.

               —Vamos.
               Escogí una dirección al azar y empezamos a andar. La luz era muy pálida, pero
           suficiente para ver por dónde íbamos. El sonido del viento nos seguía, nos precedía,

           estaba  en  todas  partes  y  el  aire  crujía  y  silbaba  al  entrar  por  las  grietas.  En  cada
           rincón encontrábamos nuevos pasillos y bifurcaciones. Por un momento pensé que no
           íbamos a lograrlo nunca, pero intenté alejar ese pensamiento de mi mente.

               —También hemos de buscar otras cosas.




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