Page 176 - Las ciudades de los muertos
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provoque. No sé cómo voy a dejarles marchar.
               Hank intervino, por primera vez.
               —Denos a la chica y nos largaremos. De todas formas, nadie nos creerá si les

           contamos lo de los animales.
               —La  chica…  No  la  he  visto  desde  aquella  noche,  en  Benhà  —sonrió.  Era
           mentira.

               —Queremos verla —insistió Hank—. ¿Dónde está?
               El sacerdote todavía sonreía.
               —Un muchacho enamorado. Qué encantador…

               Hank se estaba sonrojando. Nunca hasta ahora lo había visto tan enojado, así que
           decidí intervenir.
               —Creemos que la tiene usted aquí —murmuré en un tono de voz muy suave.

               Rheinholdt dejó de sonreír de improviso. El juego había terminado. Él tenía todas
           las bazas y nosotros no éramos más que unas meras molestias.

               —Lo  que  ustedes  crean  no  es  asunto  mío.  Permanezcan  en  la  celda  que  les
           asignemos.
               Se puso en pie para marcharse pero pareció pensárselo mejor y volvió a tomar
           asiento. Luego, clavó los ojos en mí.

               —Usted  sabe  lo  que  significan  esas  figuras  de  arcilla.  Sabe  lo  que  son.  La
           muchacha no tiene importancia —soltó una risita. Ya había dicho su pequeña broma.

               Él creía en ellas, al igual que Hank, así que el único agnóstico era yo. No sabía
           qué decir.
               —No puedo dejarle marchar, Carter. Usted lo sabe —pronunció el verbo de modo
           obsceno.  Luego,  dio  una  palmada  y  al  instante  apareció  una  monja,  la  hermana

           Marcelina—.  Condúzcalos  a  su  celda.  Ya  sabe  usted  dónde  —se  volvió  hacia
           nosotros—. Vamos a instalarlos en el lugar más recóndito del monasterio. Como ya

           habrán comprobado, los corredores son un auténtico laberinto. En algunos de ellos
           hay  serpientes  que,  aunque  tratamos  de  que  no  se  introduzcan,  siempre  acaban
           encontrando un hueco. Y también hay murciélagos.
               Me puse en pie, intentando parecer relajado.

               —Entonces, hay formas de entrar y de salir.
               Rheinholdt se echó a reír.

               —Hay grietas lo suficientemente grandes para que se deslicen las serpientes y los
           murciélagos. Pueden buscarlas, si lo desean —volvió a soltar una carcajada—. Pero
           sería mucho más inteligente permanecer donde los dejemos.

               Y  así  dio  por  terminada  la  conversación.  La  monja  nos  condujo  de  regreso  al
           dédalo de pasillos y, tras coger una antorcha, la encendió con una de las velas. El
           humo subía en espiral hacia el techo y se perdía en las tinieblas de las alturas.

               —Síganme.




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