Page 181 - Las ciudades de los muertos
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—Podemos volver a buscarlos.
               Se quedó mirándolos, indeciso.
               —No me gustaría volver a perderlos de nuevo.

               —Tenemos que continuar buscando, ¿recuerdas?
               Titubeó.
               —De acuerdo. ¿Crees que podremos volver a encontrar esta habitación luego?

               —Si la hemos encontrado una vez…
               —Howard.
               Había salido ya de la estancia, y me volví para mirarlo.

               —Tal vez deberíamos dejar de buscar. Empiezo a tener miedo. Este animal… —
           me enseñó el dedo—. Es el demonio.
               —Vamos, tenemos que encontrar a Birgit.

               El  viento  ululaba  al  pasar  por  las  hendiduras  de  la  piedra.  Continuamos
           caminando y examinando todas las habitaciones con que nos encontrábamos, hasta

           que llegamos a una bifurcación de seis corredores. Uno de ellos se dirigía hacia las
           profundidades de la tierra y, del fondo, parecía llegar un halo de luz, una luz artificial.
           Hank lo observó con detenimiento.
               —Tenemos que ir a ver.

               Sin embargo, yo no tenía ganas, había visto ya demasiadas cosas. Nunca había
           oído nada parecido a lo que los monjes habían hecho a esos pobres niños. ¿Por qué lo

           hicieron?  Aquello  no  formaba  parte  de  mi  Egipto,  el  Egipto  que  yo  amaba.  Mi
           Egipto, o la visión que yo tenía sobre él, se iba desvaneciendo ante mí, convirtiéndose
           en algo horroroso y repulsivo. No quería ver más, pero Hank llevaba la voz cantante
           y yo me limitaba a seguirlo. Poco a poco fue menguando el sonido del viento, aunque

           no sabía si era debido a la profundidad o a que estaba amainando la tormenta.
               Un  poco  más  adelante,  nos  encontramos  en  otra  habitación  con  la  puerta  de

           madera, medio podrida. La luz se colaba a través de las rendijas. Hank acercó su cara
           para mirar por una de ellas.
               —Es una habitación muy amplia. No veo el final. Está llena de cajas, mesas de
           piedra y columnas. El techo es abovedado, de piedra vista y hay luces eléctricas por

           todas partes. Esto deben de ser los sótanos de todo el monasterio.
               —Déjame ver.

               Observé  a  través  de  la  rendija.  No  había  nadie  en  el  interior,  así  que  empujé
           ligeramente la puerta para que se abriera. Esperaba que crujiera, pero giró en silencio.
           Nos introdujimos sin hacer ruido bajo la bóveda y observamos a nuestro alrededor.

           No había nadie, pero hasta nuestros oídos continuaba llegando el sonido del viento,
           más amortiguado que antes, como un constante gemido.
               Hank caminaba delante de mí y se detuvo junto a una enorme mesa de piedra,

           cuya  superficie  era  cóncava  con  una  cavidad  de  unos  diez  centímetros  de




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