Page 184 - Las ciudades de los muertos
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cuero. Pobre Birgit. Susurré una plegaria muy antigua, un verso extraído de La
Letanía del dios Sol, una plegaria creada mucho antes de que los sacerdotes
empezaran a hacer cosas como ésta.
No quería que Hank la viese, así que empecé a cubrirla de nuevo, pero él estaba
ya detrás de mí. La había visto.
—¡Oh, no! Howard. ¡Oh, por Dios, no! —cayó de rodillas y hundió la cabeza en
el pecho de Birgit.
—Hank, basta, te vas a quemar los ojos con el natrón.
—No me importa —estaba llorando, pero las lágrimas caían sobre las sales y al
instante eran absorbidas, se desvanecían—. ¡Oh, Birgit, Birgit! —gemía y lloraba. El
viento seguía soplando contra los muros del monasterio y su quejido parecía unirse al
dolor de Hank. Intenté que se apartara de la caja.
—Déjame que la saque y la ponga en una mesa.
Pero él me apartó con el brazo mientras se aferraba al cuerpo.
—No, no, no, déjame solo, Howard.
Se me rompía el corazón de verlos así y me quedé mirándolos sin poder hacer
nada, dejando que Hank llorase su muerte. De pronto, algo en el ambiente me indicó
que no estábamos solos y me di la vuelta para observar a mis espaldas. El padre
Rheinholdt había entrado sin hacer ruido y allí estaba inmóvil, observándonos con
una sonrisa en los labios. Llevaba un revólver y detrás de él distinguí a tres monjas,
una de las cuales sujetaba un largo cuchillo de oro, una daga ceremonial que brillaba
bajo la luz eléctrica.
Me quedé mirando a Rheinholdt sin decir palabra y vi que su sonrisa se
ensanchaba cada vez más. Poco a poco Hank empezó a notar su presencia. Levantó
su mirada, vio al sacerdote y poco a poco consiguió recuperar el control.
Rheinholdt se echó a reír.
—¡Qué romántico! ¡Qué encantador! El joven Romeo llorando por su amor.
Bueno, tenga paciencia, señor Larrimer, pronto se reunirá con su amada del mismo
modo en que Romeo se reunió con la suya.
No podíamos apartar los ojos de él, pero me parece que Hank estaba demasiado
desorientado para darse cuenta de lo que había dicho.
El sacerdote le tendió el revólver a una de las monjas y se acercó a nosotros.
—Así que han encontrado ustedes mis experimentos. Las técnicas de
momificación funcionan bastante bien, ¿verdad?
Tomó un puñado de natrón y dejó que se escurriera entre sus dedos.
—Maravillosa sustancia. Hace varios años leí algo sobre ese doctor de
Edinburgh…, ¿cómo se llamaba?…, que había reproducido los antiguos métodos de
momificación y ya ven ustedes los resultados obtenidos —hizo una pausa—. Pobre
señor Larrimer; ya les advertí que se mantuvieran donde los instalamos. Habría sido
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