Page 182 - Las ciudades de los muertos
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profundidad. En uno de los lados, había una ranura que conducía a un conducto de
piedra. Colocó la mano sobre la superficie curvada y acarició el contorno.
—¿Para qué debían utilizar una mesa de ese tipo? —susurró.
No me atrevía a tocarla.
—Es una mesa para embalsamar. Aquí debía de ser donde los monjes preparaban
a sus muertos. El cuerpo descansaba en la superficie cóncava. Le practicaban una
hendidura en el costado izquierdo del pecho y extraían los órganos. El cerebro se lo
quitaban a través de las fosas nasales, con unos ganchos. La sangre y demás fluidos
iban a parar a esta cavidad y pasaban por la ranura hasta el extremo de la mesa.
Hank hizo una mueca.
—No me cuentes más detalles. Este lugar huele a muerte. ¿No lo notas tú?
—Sí, natrón. Hay un fuerte olor a natrón en esta habitación. Probablemente será
inevitable.
Hank se inclinó para observar la mesa por debajo.
—Hay alcantarillas en el suelo.
—Sí, para la sangre.
Había un montón de mesas alineadas en la habitación abovedada y Hank paseó la
vista por todas ellas con expresión sombría. De pronto, sus ojos se abrieron
desmesuradamente.
—¿Qué es eso?
Antes de que pudiera responder, antes siquiera de poder ver lo que decía, vi cómo
echaba a correr hasta llegar junto a una mesa situada más o menos en el centro de la
hilera.
—¡Oh! ¡Por Dios! Howard. ¡Dios mío!
Corrí para seguirlo, consciente de lo que iba a ver, aunque mis ojos se negaban a
mirar. Me zumbaban los oídos y sentía que mis músculos se paralizaban. Con toda
probabilidad me habría desmayado, pero me obligué a permanecer consciente. Para
verlo.
El niño era joven, de unos ocho o nueve años de edad, un niño egipcio muy
atractivo, de piel cetrina y grandes ojos negros, unos ojos que estaban abiertos y
reflejaban un infinito terror. El corte del embalsamador se veía claramente a un lado
del pecho y, junto al niño, estaban alineados el corazón, el hígado…, todos los
órganos internos. Desde el momento de su muerte no podía haber pasado más de una
hora, ya que todavía tenía lágrimas en los ojos y las manchas de la mesa eran de
sangre fresca. Le habían practicado la incisión cuando todavía estaba vivo.
Hank tocó el cuerpo, rozando con la mano una mejilla del niño. Luego, se volvió
para mirarme.
—El olor a natrón… ¿Lo comprendes?
—Sí. —Aunque no quería, el significado era demasiado evidente. Observé a mi
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