Page 186 - Las ciudades de los muertos
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momento funcionará.
Se detuvo junto a la caja en la que todavía yacía Birgit y, tras extender ambas
manos sobre el cuerpo, empezó a cantar. Luego se detuvo.
—Esto le gustará, Larrimer —y continuó cantando.
Observé atentamente a Hank, que miraba y escuchaba al sacerdote. En su rostro
se veía una expresión de amor y de terror a la vez.
—Si yo lo hice, Howard —me murmuró—, él también podrá hacerlo.
El chacal, la tumba, aquella noche. No, me dije a mí mismo, no ha ocurrido, fue
un engaño de la luz. Rheinholdt continuaba cantando. Para mi sorpresa, me encontré
mirando fijamente a Birgit. Observando, esperando…, sus mejillas se movieron, sus
labios temblaban.
En el rostro de Hank podía leerse un sinfín de emociones contrapuestas. Creo que
sin darse cuenta empezó a andar hacia la caja.
La monja que sostenía el revólver dio un paso al frente y le apuntó a la cabeza.
Coloqué una mano en el hombro de Hank, intentando calmarlo.
El sonido de la tormenta pareció disminuir hasta desaparecer del todo. Las luces
parpadearon y se apagaron, para volver a encenderse casi al instante. Rheinholdt
continuaba entonando sus cantos.
De pronto, se oyó un profundo crujido y el techo empezó a temblar. Trozos de
rocas y polvo cayeron de las paredes, de la bóveda y los arcos. Hank observó el techo
y luego volvió a centrar su atención en Birgit.
La puerta se abrió de improviso y aparecieron media docena de monjas, con el
rostro impasible, aunque creo que estaban aterrorizadas. Ahmed entró detrás de ellas
y se dirigió al sacerdote, tras echar una ojeada al cuerpo desnudo de Birgit.
—El muro exterior está cediendo. Dos de los burros han sido aplastados por las
rocas.
Rheinholdt intentó hacer caso omiso, pero había perdido la concentración, así que
se volvió para mirar al árabe.
—Pronto se derrumbará todo el edificio.
—Tonterías. ¿Acaso no sabes la cantidad de tormentas del desierto que han tenido
que soportar estas paredes?
—No es sólo la tormenta. La tierra está temblando.
Como queriendo corroborar sus palabras, el suelo tembló bajo nuestros pies y,
con un estruendo, se abrió una enorme grieta en una de las paredes de la bóveda. Una
ráfaga de viento cargada de arena se esparció por la estancia, tras lo cual regresó la
calma.
—No puedo detenerme ahora —replicó Rheinholdt—. He conseguido lo que
deseo, así que permaneced todos quietos, por favor.
Desvió la vista hacia el cuerpo desnudo de Birgit y le dedicó una tierna sonrisa.
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