Page 156 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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era inquietante, pero había convertido toda su existencia en un complicado juego para disimular ese
hecho. El no mencionarlo era un escudo de silencio, que cubría el dolor más profundo, al que no
podía enfrentarse.
Yalom comprendió que para Betty sería demasiado difícil ocuparse de su obesidad sin ajustar
primero las cuentas con su problema psicológico. Pasó meses enteros tratando de atravesar sus
defensas y, con el correr del tiempo, éstas comenzaron a disolverse. Un día Betty le anunció,
dramáticamente, que iba a bajar de peso. Trazó un plan de ataque notablemente disciplinado y bien
organizado. Con gran seriedad, se lanzó a una dieta, se incorporó a un grupo de apoyo y evitó
religiosamente cualquier tentación de darse una comilona. Se inscribió en una sesión semanal de
bailes tradicionales e instaló una bicicleta fija frente a su televisor. A medida que los kilos iban
desapareciendo rápidamente, Yalom hizo una observación notable.
Al bajar de peso, Betty comenzó a tener sueños vividos y súbitos recuerdos de incidentes
dolorosos de su pasado. Los traumas subyacentes que Yalom apenas había podido desterrar en la
terapia iban desapareciendo junto con la grasa. Betty comenzó a experimentar pronunciados cambios
de humor, que al principio parecían fortuitos. Luego Yalom comprendió que seguían un patrón
coherente: la mujer estaba reviviendo diversos traumas que había sufrido cuando pesaba
determinados kilos. Según descubrió, Betty había engordado a ritmo estable e ininterrumpido desde
los 15 años.
Por ejemplo: cuando pesaba 95 kilos, a los 21 años, decidió mudarse a Nueva York. Se había
criado en una finca tejana, pequeña y pobre, hija única atada a una depresiva madre viuda. El día en
que la dieta la llevó de nuevo a los 95 kilos, Betty tuvo un vivido recuerdo de lo mucho que le había
costado abandonar el hogar. Literalmente, el tiempo estaba encerrado en ella, fundido en sus células.
«De ese modo, el descenso desde los 113 kilos la llevó hacia atrás en el tiempo, en espiral, a
través de los sucesos emocionalmente cargados de su vida: la mudanza de Texas a Nueva York (95
kilos), su graduación universitaria (86), su decisión de abandonar el curso de ingreso en Medicina (y
el sueño de descubrir la cura para el cáncer que había matado a su padre, 81 kilos),su soledad en la
graduación de la escuela secundaria, la envidia al ver a otras con sus padres. su incapacidad de
conseguir un acompañante para el baile de promoción (75 kilos), el diploma del ciclo básico y lo
mucho que había echado de menos a su padre en esa graduación (70 kilos).»
Yalom se entusiasmó al ver lo tangible y vivo que podía ser un recuerdo: «¡Qué prueba maravillosa
del reino de lo inconsciente! El cuerpo de Betty recordaba lo que su mente había olvidado mucho
tiempo atrás.» Yo iría aún más lejos, diciendo que su cuerpo era, en sí, una especie de mente, un
depósito de recuerdos que habían tomado forma física en células de grasa. La experiencia de Betty
se había convertido en Betty; en vez de metabolizar sólo hamburguesas, pizzas y batidos de leche,
había metabolizado todas las emociones: tristes anhelos, esperanzas frustradas, amargas
desilusiones asociadas con cada bocado de comida.
Bajar de peso fue su modo de liberarse del pasado; a medida que el viejo cuerpo desaparecía se
creaba una nueva Betty. Ganó rápidamente un conocimiento psicológico de sí misma; redescubrió
deseos profundamente sepultados y derramó lágrimas por sufrimientos que había ocultado de sí
misma muchos años. Comenzaban a emerger los contornos de su cuerpo: primero, una cintura;
luego, pechos, un mentón, pómulos. Con su nueva silueta, Betty halló coraje para aventurarse en la
vida social. Su obesidad la había convertido en una descastada desde el principio de su
adolescencia; por fin tuvo su primera cita con un hombre; sus compañeros de oficina se sentían
atraídos hacia ella, que ya no los ahuyentaba con su armadura defensiva.
Al final, la metamorfosis no triunfó del todo. El hecho más traumático de su vida había ocurrido
justo antes de su adolescencia, cuando el padre sufrió una larga y lenta muerte debida a un cáncer;
por entonces ella pesaba 68 kilos, peso que no había logrado nunca más. Cuando llegó a los 70, su
dieta se convirtió en una lucha sombría; su cuerpo se negaba a desprenderse de un solo gramo más
pese a todo, y sus recuerdos se tornaron más difíciles de enfrentar.
«Pronto nos encontramos dedicando sesiones enteras a hablar de su padre. Había llegado el
momento de desenterrarlo todo. La sumergí en las reminiscencias, alentándola a expresar todo
cuanto pudiera recordar de su enfermedad, la muerte, el aspecto que tenía en el hospital la última vez
que ella lo vio, los detalles del funeral, la ropa que ella se puso, el discurso del sacerdote, los que
asistieron... Sentía la pérdida masque nunca; por un período de dos semanas lloró casi
continuamente.» Esos momentos fueron muy difíciles, tanto para el médico como para su paciente.