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5.3 Influencias en la vida cotidiana
Lo más terrible de 1984 es que ha trascendido el ámbito puramente literario y podemos encontrar
ecos de la novela en la vida cotidiana. Cabe hablar de la capacidad anticipatoria de la novela, un
asunto que ha levantado multitud de controversias y que en torno al año 1984 se convirtió
prácticamente en el asunto del día en las columnas de prensa. ¿Qué había en al año 1984 de la
novela 1984?, se preguntaban periodistas, columnistas y tertulianos. La conclusión más extendida
era que Orwell había fracasado como profeta: la dictadura predicha en sus páginas no había tenido
lugar. El mundo parecía respirar tranquilo: el Gran Hermano nunca gobernó. Orwell ya no era
fiable.
Sin embargo, huelga decir que Orwell no era un profeta, sino un escritor concienciado. No es
pequeña la diferencia: como buen distopista, como buen escritor, como buena persona, Orwell no
intentaba adivinar el futuro, sino evitar un futuro posible mediante un alegato que sacudiese
conciencias e indujese a la reflexión. El futuro previsto en 1984 resultaba terrible no por el hecho de
que Orwell creyese que iba a tener lugar, sino porque temía que, si las cosas seguían así, podría
llegar a suceder.
¿A qué temía Orwell? Ya hemos visto que la
posibilidad de una dictadura casi mundial, capaz de
manipular los medios de comunicación y anular la
voluntad y la memoria de los ciudadanos, le parecía la
peor de las posibilidades. 1984 es una advertencia
demasiado poco sutil, desesperada, muy evidente.
Homenaje a Cataluña llegaba en mal momento: la Unión
Soviética aún era la mejor garantía en la lucha contra el
fascismo internacional. La II Guerra Mundial aún no había
empezado. Rebelión en la granja tampoco llegó en buen
momento: la guerra estaba recién ganada, la Unión
Soviética había salvado la democracia en el mundo y la fábula moral propuesta por él resultaba
demasiado evidente. Por momentos, Orwell cree que la batalla está perdida, que de nada servirá
denunciar el totalitarismo. Parece que la Unión Soviética ha formado una alianza contra natura con
las potencias democráticas occidentales, con el único fin de silenciar la verdad. El inicio de la
guerra fría da lugar a una lucha de bloques que, con la irrupción de la China comunista, conforma
un panorama internacional inquietante: el fantasma de una guerra total acecha. Es una guerra de
baja intensidad, manifestada en conflictos puntuales, pero siempre con el fantasma de la
conflagración mundial rondando. Puesto que la guerra militar no resulta conveniente, las mejor
arma para ganar el conflicto no declarado es otra: la guerra propagandística. Para ganarse a la
opinión pública, ambos bandos crean un ambiente de confrontación (un enemigo identificable) y no
dudan en tergiversar los medios de comunicación, e incluso la historia, de acuerdo con sus propios
fines. Sólo así se tendrá una ciudadanía completamente convencida de la maldad del enemigo (lo
cual garantiza la cohesión del grupo) y dispuesta a casi todo por defender su integridad territorial.
La disidencia interna se castiga con la cárcel y la tortura (los gulags soviéticos) o con el
silenciamiento (la caza de brujas maccarthista en los Estados Unidos). Si el odio al rival no bastase
para mantener unida a la nación, existen otros métodos para hacerlo: el recurso a una figura
carismática, un líder. Si aun así ello no bastase, el poder dispone de suficientes medios de
comunicación y mecanismos ideológicos para anular todo vestigio de discrepancia. Si el equilibrio
de poderes variase, si cambiasen las circunstancias o las alianzas, el sistema no puede permitirse el
lujo de reconocer su error. Necesita, por tanto, modificar la realidad, hacer creer a la ciudadanía que
todo lo que sucede obedece al interés común, que éste siempre ha sido inmutable y que quien se
atreva a desenmascarar las contradicciones surgidas a lo largo de este proceso es necesariamente
antipatriota y, por tanto, merece ser castigado. El ciudadano tiene que aprender a pensar que el