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¿QUIÉN, A QUIÉN?
a la totalidad de «su» producto, y que ha de dividirse todo el rendimiento
del capital entre todos los obreros, el problema de cómo dividirlo plantea la
misma cuestión fundamental.
Podría concebirse como objetivamente determinable el «precio justo» de
una mercancía particular o la remuneración «equitativa» por un servicio parti-
cular,si las cantidades necesarias se fijasen independientemente.Si éstas fuesen
ajenas a los costes, el planificador podría tratar de averiguar qué precio o sa-
lario es necesario para obtener tal oferta. Pero el planificador tiene que de-
cidir también cuánto ha de producirse de cada clase de bienes, y, al hacerlo,
determina cuál será el precio justo o el salario equitativo que se pague. Si el
planificador decide que se necesitan menos arquitectos o relojeros y que la
necesidad puede llenarse con aquellos que están dispuestos a permanecer en
la profesión a pesar de una remuneración más baja, el salario «equitativo»
disminuiría. Al decidir sobre la importancia relativa de los diferentes fines,
el planificador decide también acerca de la importancia relativa de los dife-
rentes grupos y personas. Como no se le supone autorizado a considerar a
la gente como un simple medio,tiene que tener en cuenta estos efectos y con-
trapesar expresamente la importancia de los diferentes fines con los efectos
de su decisión.Lo cual significa que ejercerá forzosamente un control directo
sobre la situación de las diferentes personas.
Esto se aplica a la posición relativa de los individuos, no menos que a las
diferentes ocupaciones. Estamos, en general, demasiado dispuestos a supo-
ner más o menos uniformes los ingresos dentro de una determinada indus-
tria o profesión. Pero las diferencias entre los ingresos, no sólo del más y el
menos próspero médico o arquitecto,escritor o actor de cine,boxeador o jockey,
sino también del más y el menos próspero fontanero u hortelano, tendero o
sastre, son tan grandes como las que existen entre las clases propietarias y
las no propietarias. Y, aunque, sin duda, se intentaría reducirlas a un cierto
número de categorías por un proceso de normalización, la necesidad de dis-
criminación entre individuos sería la misma, tanto si se ejerciese fijando los
ingresos individualmente como distribuyéndolos en determinadas categorías.
No necesitamos decir más acerca de las probabilidades de que los hombres
de una sociedad libre se sometiesen a tal control, o de que permaneciesen
libres si se sometieran. Sobre toda esta cuestión, lo que John Stuart Mill es-
cribió hace casi cien años sigue siendo igualmente cierto hoy: «Una norma
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