Page 50 - Confesiones de un ganster economico
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ciertamente ofrecía tesoros, pero no era la cornucopia de todas las riquezas que yo
esperaba. En efecto, mis primeros días bajo la tórrida atmósfera de su capital, Yakarta,
en el verano de 1971, me reservaban muchas sorpresas.
Ciertamente, la belleza estaba allí. Mujeres espléndidas que vestían sarongs
multicolores. Jardines exhuberantes, cargados de flores tropicales. Exóticas bailarinas
balinesas. Triciclos pintados con escenas de vivos colores hasta en los respaldos de los
asientos, donde los pasajeros se arrellanaban de cara al hombre que pisaba los pedales.
Mansiones de estilo colonial holandés y mezquitas con minaretes. Pero la ciudad
presentaba también su lado sórdido y trágico. Leprosos que alzaban muñones
ensangrentados en vez de manos. Muchachas que vendían su cuerpo a cambio de unas
monedas. Los canales construidos por los holandeses, antaño espléndidos, convertidos
en cloacas a cielo abierto. Barracas de cartón donde vivían familias enteras sobre los
vertederos que cubrían las orillas de los ríos de aguas inmundas. Bocinazos incesantes
y humos apestosos. Lo bello y lo feo, lo elegante y lo vulgar, lo espiritual y lo profano.
Eso era Yakarta, donde los perfumes tentadores del clavo y de la orquídea competían
con las miasmas de aquellos albañales.
Sin embargo, no era la primera vez que yo veía la pobreza. Algunos de mis
compañeros de colegio en New Hampshire vivían en barracas cubiertas de cartón
alquitranado y se presentaban a clase vistiendo chaquetas deshilachadas y viejas
zapatillas de tenis en pleno invierno, con temperaturas exteriores bajo cero, los
cuerpos sin lavar que apestaban a sudor rancio y a estiércol. En los Andes había
convivido con campesinos cuya dieta consistía casi exclusivamente de maíz seco y
patatas, y donde a veces parecía que los recién nacidos tenían tantas probabilidades de
morir como de llegar a cumplir su primer año. La pobreza, pues, no me era
desconocida, pero no estaba preparado para lo de Yakarta.
Nuestro grupo se alojaba en el hotel más elegante de la ciudad, por supuesto, que
era el Intercontinental Indonesia, propiedad de la Pan American Airlines como todos
los de la cadena Intercontinental, presente en todo el planeta. Allí, los extranjeros ricos
veían atendidos todos sus caprichos; en especial los ejecutivos de las compañías
petroleras y las familias de éstos. La primera noche de nuestra estancia, Charlie
Illingworth, el director de nuestro proyecto, nos agasajó con una cena en el fastuoso
restaurante del ático.
Charlie era entendido en temas bélicos; dedicaba la mayor parte de su tiempo libre
a leer libros de historia y novelas históricas sobre grandes caudillos militares y batallas
célebres. Era el paradigma del estratega de
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