Page 81 - Desde los ojos de un fantasma
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—¿Qué dijiste al final? —preguntó don Antonio al no escuchar bien la frase, que
José había pronunciado en voz muy baja.
—Nada, no dije nada. Creo que lo que oíste fueron los pasos de un fantasma.
En cualquier lugar del mundo las palabras de don José, su alusión al caminar de
un fantasma, habrían sonado a broma, pero no en Lisboa, donde es muy raro dar
un paseo y no encontrarte, precisamente, con un fantasma. Ni siquiera tienes que
buscarlos: los espectros de la ciudad están siempre a la vista. Desplazándose sin
prisa. Profundamente ensimismados pero tan visibles, tan al alcance del ojo
como los tranvías o como el Castillo de San Jorge, que desde lo alto vigila a
todos los que pasean por Lisboa.
Fantasmas o personas, lo mismo da.
Al poco rato entró Fernando a la pensión. Como iba un poco triste, apenas alzó
un brazo en señal de saludo, así que lo único que vieron don José y don Antonio
fue una pequeña mano que se deslizaba casi a la altura de la mesa de la
recepción.
—¿Qué hay, Fernando? —dijo alguno.
—¡Hablando de pasos fantasmales! —exclamó el otro.
El pequeño nada respondió. Abrió la puerta del ascensor y se elevó rumbo a las
alturas del edificio. Aquel era un elevador muy hermoso y antiguo. El viajero
podía asomarse a las entrañas del aparato para admirar un complicado
mecanismo de cuerdas, tensores y pesos. Más que en un ascensor, el viajero
podía imaginar que había entrado en una báscula enorme. La balanza de un
gigante que iba al mercado a comprar cuarenta kilos de carne fantasmal, por
ejemplo.
Al llegar al sexto piso la puerta se abrió y del elevador surgió Fernando.
Atravesó la puerta de la habitación 601 y se paró frente al ventanal. Desde allí se
veía buena parte de Lisboa: a la derecha las ruinas del Convento do Carmo y las
banderitas que coronaban el ascensor de Santa Justa; a la izquierda el Castillo de
San Jorge y un poco más lejos, cerca del río, la catedral. También podían verse,
aquí y allá, varias grúas de construcción que brotaban como enormes hongos