Page 42 - Llaves a otros mundos
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ANA no quería que el viaje terminara. Flotaba en un mar de pasto, conducida
por olas dulces y verdes. Por un momento se sintió parte de ellas, y le pareció
que ese soplo de vida que ella misma había originado burbujeaba en su interior.
Y se dio cuenta de que era verdad: cuando inhalaba avanzaba más lento; cuando
exhalaba, más rápido. El pasto le agradecía con cosquillas en toda la espalda,
con oleadas vertiginosas de frescura y placer.
El trayecto llevaba, según los cálculos de Ana, tres deliciosas horas. Ana había
notado que las olas eran menos poderosas y la velocidad disminuía.
—La capital de Coroco está cerca. Ahí lo sabrás todo —dijo la voz.
Ana se despabiló y se preparó para conocer a los habitantes de Coroco.
«¿Coroquenses?, ¿coroquitas?, ¿corocanos?», se preguntó cómo se les llamaría.
«¿Cómo serán? ¿Qué serán?» En esas andaba cuando se detuvo casi por
completo.
Vio un conjunto de árboles frondosos. No tenía el tamaño de un bosque. Si el
pasto era el mar, ese círculo con árboles era una isla hacia la que Ana ya casi
llegaba flotando.
Se detuvo al pie de la primera raíz.
—Párate —le dijo la voz.
Ana obedeció. De pie, miró de frente al pasto.
—¡Gracias, señor pasto! —gritó.
Estaba a punto de soplar para escuchar la respuesta, cuando sintió un golpe duro
en la nuca. Volteó rápido la cabeza para ver al culpable. No vio nada, pero oyó
una risa apagada, casi muda. Sobándose el cuello, se adentró en Coroco.
Algunos pasos después, los árboles de Coroco se terminaban y comenzaba el
pasto. No le llevó mucho a Ana recorrer toda la isla de árboles, buscó entre las
ramas y no vio más que un follaje denso, verde oscuro. Quiso escalar los árboles,
pero las ramas bajas eran muy débiles y las fuertes estaban muy arriba.