Page 20 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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—La maestra Brenda se lo dijo, pero entonces ella comentó que se debió haber

               aburrido del pueblo y se volvió a ir—. Tania hizo una pausa y continuó—: ¿Tú
               crees que haya tomado unas vacaciones, Ivón?

               Me quedé callada. Era muy extraño todo. Se trataba de una desaparición muy

               rara, como la del padre de Mario: un día se dio cuenta de que ya no había
               cigarros y se propuso salir a buscar más y no encontró en la primera tienda, ni en
               la cuarta, ni en la décima, y decidió que no había nada mejor que fumarse un
               cigarro, pero en el otro lado de la frontera y allá se quedó; o como cuando se me
               perdieron tres parejas de mis calcetines y me imaginé que la lavadora había
               mandado los pares faltantes a otra galaxia.


               Pero la señora Lulú no fumaba y tampoco había entrado en nuestra lavadora para
               irse de viaje a otra galaxia. Lo único que sabía de ella, además de su relación con
               los perros y las flores que vendía, era que había regresado al pueblo después de
               muchos años de ausencia. Tal vez se había vuelto a ir, como decía la doctora, o
               de vacaciones, como decía Tania. Lo único cierto era que no se estaba dando
               importancia a esa desaparición.


               Era cierto que se trataba de una mujer sola y un poco rara: vivía en una casa de
               láminas, a veces sacaba a pasear en su carrito de supermercado a su rosal para
               que le diera mejor el aire y el sol, y también a veces llevaba un viejo tocadiscos a
               un lote baldío y ahí enseñaba a bailar tango a sus perros pekineses. Pero el que
               una persona tenga sus cosas no justifica que no se le extrañe o que no valga.
               Todos tenemos nuestras rarezas, tal vez no las hagamos en público como la
               señora Lulú, pero en lo más apartado de nuestras habitaciones todos somos
               raros: mi mamá se pone una mascarilla para las arrugas color zapote que bien
               podría infartar del susto al más terrible invasor extraterrestre; mi prima Érika
               besa todas las noches la foto de su novio y a veces hasta le habla; yo misma

               tengo que confesar que disfruto horrores echándole mermelada a mis huevos
               estrellados, y hasta el rey de Noruega debe tener muy en secreto que le gustan
               las películas de Lassie.


               Estaba pensado cuando Tania me hizo estremecer con sus palabras:

               —Laura opina que nadie estaba tomando esto en serio por tratarse de una mujer.


               —¿Por ser mujer? —no pude evitar sonreír ante la idea absurda y tampoco pude
               impedir que se me escapara un “eso es ridículo”.
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