Page 24 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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gotas de aceite no acostumbran saltar a los ojos, pero uno siempre tiene miedo
de que así sea). Lo malo fue que no me di cuenta de su importancia en ese
momento.
Miraba yo hacia la calle, tal vez esperando ver uno de los signos que decía
Laura, cuando ocurrió. De pronto sentí un rubor que me recorría todo el cuerpo,
más intenso que el que me hacía tener el primer regaderazo de agua caliente de
las tardes. Miré mis brazos y lo pude comprobar: mi piel se estaba volviendo
roja. Mis piernas también lo estaban. Abrí la ventana y lo comprobé: no hacía
calor, al contrario, un tímido frío vagaba por las calles. Corrí al espejo. Mi rostro
parecía un tomate de anuncio comercial. Entonces la ventana se azotó. Era lo
que me temía: se avecinaba un viento del norte y parecía dirigirse directamente
al desierto. Hacía mucho tiempo que no sentía un viento del norte. Mis cambios
de color siempre tenían que ver con el amarillo (viento del sur), el blanco (viento
del este) y el negro (viento del oeste), pero era muy raro que mi piel sintiera un
viento del norte. Asomé la cabeza por la ventana. La corriente de aire pegaba en
mis mejillas con fuerza, abrí la boca y casi podría apostar que ese viento tenía un
sabor, un sabor indescriptible. Si los colores dejaran una sensación en la lengua y
el paladar, diría que sabía a un rojo ladrillo muy penetrante.
Tuve entonces la impresión de que eso ya lo había vivido, como cuando tu tía te
regala un suéter de cumpleaños y sientes que eso ya te había pasado (y muy
probablemente ya ha ocurrido, porque las tías sólo saben regalar suéteres). Sólo
que esta sensación me dejó ese amargo sabor rojo.