Page 26 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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oportunidad de sorprenderme:


               —También desapareció doña Frida.


               Entonces entendí por qué la maestra Brenda no estaba en ese momento: doña
               Frida era su tía.


               —La maestra está pidiendo permiso en la dirección para ir a pedir ayuda a la
               ciudad.


               Luego llegó gritando uno de los niños de las últimas filas, que por alguna ley
               más complicada de explicar que la ley de la gravedad, suelen ser los más burros
               (tal vez porque entre más lejos están del pizarrón menos conocimiento les llega):


               —La maestra dice que no va a haber clases. Me pidió que les dijera que nos
               podíamos ir a casa y que podíamos usar el teléfono de los maestros para pedir
               que vinieran por nosotros.


               Una multitud de gritos de júbilo se escuchó, miré a mi alrededor y me sorprendió
               con qué facilidad un asunto que nos debía tener intranquilos, se convertía en un
               motivo de alegría.


               Laura, Mario y yo intentamos alcanzar a la maestra Brenda para ofrecerle
               nuestra ayuda, pero llegamos tarde, así que decidimos marcharnos.


               Como mi casa y la de Laura-Tania estaban por el mismo camino y no demasiado
               lejos de la escuela, siempre caminábamos juntas un buen trecho. Esta vez Mario
               nos acompañó, ya que no había nada que hacer durante el resto de la mañana.
               Fue Laura quien sugirió entonces:


               —Vamos un rato a mi casa, ¿no?


               En el camino de tierra que llevaba hasta la casa de mi amiga, el sol parecía
               molesto, pues, con sus rayos quemantes, obligaba a cualquier animal o persona a
               esconderse bajo una sombra. Me imaginé que si las piedras pudieran ocultarse
               también habrían buscado refugio bajo el cobertizo de un edificio. Y justo bajo el
               techo de una casa abandonada nos detuvimos un momento.


               —No sé qué piensen ustedes, pero tenemos que hacer algo —dijo Laura, con un
               ligero gesto que yo sabía era de preocupación.
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