Page 30 - Hasta el viento puede cambiar de piel
P. 30
nosotras?”.
Tal vez le molestaba ver las cosas que hacían todas ellas, después de todo ningún
hombre tenía nada de especial. Todas aquí le llamaban a esa cualidad especial
“sello”. Mamá me contaba que era casi como nuestro nombre y que cada mujer
lo tenía: mi madre podía comunicar pensamientos, la tía Estela de Mario podía
seguir la pista de alguien por el olor de su cabello, la señora Lulú hablaba con
los perros y mi prima Érika podía leer un libro con sólo tocarlo. Y hasta
nosotras, las niñas, teníamos nuestro sello, por eso desde el principio habíamos
tenido problemas con los niños. A mí, por ejemplo, siempre me cambiaba el
color de la piel cuando un viento aparecía o cambiaba de dirección, y no faltaba
alguien que se burlara de mí, incluso me habían inventado el apodo de
“semáforo” ¡Hígados de pollo!
Por fin llegamos a la casa de Laura-Tania y antes de entrar comenté con mis
amigos lo que había estado pensando en el último trecho de la caminata:
—¿Creen ustedes que desaparecieron por culpa de su sello?
—¿Tú crees que ahí haya algún patrón en las desapariciones? —preguntó
interesada Laura, para después aclarar qué había querido decir con eso de
“patrón”—. ¿O sea algo que las haga parecidas?
Sentados en el cobertizo de la entrada de la casa de Laura-Tania, nos pusimos a
revisar no sólo el sello de la señora Lulú, sino el de Nati y Ena. Las dos gemelas,
si mi capacidad para calcular la edad de la gente no me fallaba, debían tener
veinte años. Sus nombres completos eran Natividad y Nochebuena y habían
nacido justo en las fiestas de Navidad: Ena, cinco minutos antes de que acabara
el 24 de diciembre, por eso le habían puesto Nochebuena; y Nati, diez minutos
después de empezado el 25 de diciembre, por eso le habían puesto Natividad. Su
sello era muy especial. Por un lado, Ena tenía una mirada tan fría que era capaz
de congelar desde una persona hasta un paquete de verduras. A todos les gustaba
tenerla cerca en los días soleados, cuando los termómetros no bajaban del
número 35. Las personas le gritaban del otro lado de la calle, Ena posaba sus
ojos sobre ellos sonriendo y su mirada les hacía sentir un remolino helado que
los refrescaba. En las comidas, la gente le hablaba con sus bebidas en las manos
y ella las ponía tan frías como lo hubieran hecho cinco cubos de hielo.
—A mí una vez me enfrió mi malteada. Estaba buenísima —comentó Mario.