Page 21 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Casi me dio un ataque de risa, pero en eso Tania añadió:


               —En algo tiene razón Laura, ¿olvidas cómo es nuestro pueblo, amiga?


               No. No lo olvidaba. En nuestro pueblo los hombres y las mujeres no éramos
               semejantes. Y no se trataba de las claras desigualdades físicas, sino de curiosas
               diferencias. No olvidaba que aquí casi todos los hombres eran de dos tipos: los
               que se habían ido (ya sea porque habían muerto o porque habían decidido buscar
               una mejor vida en otro lado, como el papá de Mario que se fue poco después de

               que falleció su esposa) y los que estaban en huelga de trabajo. No olvidaba que
               quienes trabajaban en las fábricas y en los negocios eran las mujeres. Todos los
               hombres pasaban sus días en sillones, hamacas o sofás, y no porque estuvieran
               enfermos o incapacitados: protestaban porque hacía como cien años, las fábricas
               de los alrededores los despidieron a todos de un modo injusto (aunque algunas
               mujeres dicen que en realidad los corrieron porque dejaron de trabajar).
               Tampoco olvidaba que desde aquel momento los hombres decidieron no
               moverse más y que los hijos, sobrinos y nietos de esos hombres (a pesar de haber
               nacido mucho después del inicio de esa huelga) decidieron continuar con la
               protesta. Desde entonces las mujeres habían ocupado el lugar de los hombres en
               las fábricas. Mucho menos había olvidado la opinión de mi mamá al respecto:
               “Pobres mujeres casadas: no sólo hemos tenido que arreglárnosla con un doble
               trabajo, haciendo de amas de casa y de obreras, sino que aparte hemos tenido
               que mantener a nuestros inmóviles esposos”. Y cómo podría olvidar que en casa
               desde hacía tiempo no teníamos ese problema, ya que mi padre (integrante del
               primer grupo de hombres) se había ido cuando yo era muy pequeña. A veces me

               imaginaba lo que hubiera sido tenerlo ahí sentado en un sofá, porque, si siendo
               sólo dos en la casa, mamá siempre había trabajado más de diez horas diarias, si
               mi papá hubiera estado con nosotras, mamá habría tenido que trabajar quince
               horas, y si hubiera tenido yo tres hermanos, mamá habría tenido que trabajar
               treinta horas diarias (claro, eso si el día no tuviera sólo veinticuatro horas). Por
               eso en casa de Mario trabajaban sus tías y sus hermanas, de otro modo no les
               alcanzaría ni para tacos de aire.


               Cualquiera pensaría que en un pueblo así los hombres deberían querer, apreciar y
               respetar mucho a las mujeres, pero no era así. Todo lo contrario.


               Lo único bueno de la inactividad de los hombres era que ya no le pegaban a sus
               esposas, como dicen que acostumbraban hacer antes de decidirse a pasar la vida
               acostados. Tania me contó que su abuela le había narrado las extrañas historias
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