Page 25 - Un abuelo inesperado
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armario estaba enfrente de la cama y la puerta de la habitación pegaba con una
moldura que sobresalía por debajo del armario si la abrías más de ochenta
grados.
De una de las paredes colgaban torcidos dos cuadros: un bodegón de frutas y un
fantástico bosque en otoño.
–¿Te gustan?
–El del bosque parece una foto.
–Los pintó tu padre. Tenía buena mano para la pintura, ya ves. Luego, de la
noche a la mañana, no sé con qué excusa, dejó de pintar. Ya no quiso saber nada
de los pinceles. Una pena. Enseguida se cansaba de las cosas. Tampoco siguió
con la natación. Todas esas medallas son suyas –dijo mi abuela señalando varias
medallas que colgaban sobre el cabecero de la cama como gotas de oro.
–¿Mi padre nadaba?
–Fue campeón provincial. Y casi de España. Ganó un canario. Volaba, aquel
canario. Tu padre se quedó segundo, bueno, tercero. Los jueces dijeron que el
segundo había llegado una centésima de minuto antes. Una centésima, qué es
eso. Si tu padre no se hubiese cortado las uñas, la medalla de plata hubiese sido
suya. Toda una proeza para él, que se cansaba de todo enseguida.
Mi abuela hablaba y yo me imaginaba a mi padre en una de aquellas playas de la
Riviera Maya, adentrándose en el mar y batiéndose contra las olas. Mi madre en
la orilla leyendo un libro, y él haciéndose cada vez más pequeño, alejándose en
aquellas aguas azul turquesa, hasta tocar la línea del horizonte, dar un viraje o
voltereta, como los buenos nadadores, y regresar. Salir del agua, encaminarse
hacia mamá y dejar que las últimas gotas saladas le resbalasen por la espalda,
por los brazos, por las piernas...
–¿Te gusta? El cuarto, digo.
–Me encanta, abuela.
Agarré la maleta, la puse sobre la cama y abrí la cremallera.