Page 31 - Un abuelo inesperado
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               EL INTERIOR DEL COBERTIZO estaba más oscuro que un túnel en plena

               noche. La oscuridad nos engulló; primero a mi abuelo, luego al saco, por último
               a mí. Los perdí de vista.

               Sonó un clic y se encendió la luz. Una luz amarillenta que provenía de una

               bombilla sujeta al techo por un cable. No sé si era de bajo consumo. Lo que sí sé
               es que parpadeó un par de veces como si tuviese tos. Mi abuelo resopló y
               arrastró el saco. Una huella alargada se dibujó sobre el suelo irregular, similar a
               la que habría dejado una serpiente que hubiese engullido a un elefante.


               Había tantas telarañas que no me habría extrañado chocarme con una armadura
               de caballero medieval. Con espada y todo. Pero no. Lo más parecido que vi fue
               un traje de apicultor colgado de una percha. Me pregunté para qué querría mi
               abuelo semejante traje. ¿Acaso era ese el negocio del que me había hablado mi
               padre? ¿Habría sido apicultor?


               Uno de aquellos rincones estaba lleno de cajas de cartón, una encima de otra.
               Daba la impresión de que si no hubiese sido por el techo, las habrían seguido
               acumulando hasta llegar a la estratosfera, la mesosfera, la ionosfera... Al lado, un
               somier de muelles y cinco o seis cañas de pescar metidas en un cesto de mimbre,
               como si fuera un ramo de flores. Y desperdigados, en un desorden total, una
               vieja máquina de coser, un fregadero, una lata de aceite, un caballete de pintor y
               un radiocasete.


               Me giré y vi una estantería de madera con decenas de frascos de conservas
               caseras, varias cintas de casete, un marco sin foto y algunos libros que parecían
               olvidados.


               –Si mi madre ve esto, le da algo. Para que luego diga que mi cuarto parece una
               leonera.


               –Tendría que tirar la mitad de estas cosas. Pero me gusta guardarlas. Aquí no
               hacen daño a nadie. Esos balones eran de tu padre –dijo señalando con un dedo
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