Page 82 - El sol de los venados
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–Para un momento, Roque, vamos a comprar pan –dijo papá.
Todos gritamos de felicidad. Papá nos compró también caramelos y racimos de
uvas. Lo bueno de viajar con papá es que el viaje mismo se vuelve un paseo y, a
pesar de que es más largo porque paramos en todas partes, siempre se nos hace
más corto.
Papá nos tomó fotos en cada parada y, en un pueblo a orillas de la carretera, nos
compró a Tatá y a mí unos bolsitos con forma de abanico, y a los demás,
animalitos de barro cocido.
Cuando divisé las montañas a lo lejos, me sentí morir y entonces se me ocurrió
ponerme a contar ovejas con los ojos cerrados. Me quedé dormida con la cabeza
sobre las rodillas de Tatá. Cuando me desperté, casi no podía creerlo: nuestro
pueblo estaba allá abajo. Me había librado de las curvas y los abismos de la
carretera y, lógicamente, del mareo.
La noche caía y el cielo parecía haberse incendiado. Era el sol de los venados de
mamá, era el cielo que Ismael y yo contemplábamos desde la acera de nuestra
calle.
Al llegar a casa, papá no nos dejó entrar hasta que él no hubo aireado todos los
cuartos. La casa me pareció fría y triste. Esa noche fue papá quien dirigió la ida a
la cama porque mamá estaba agotada. No me gustaba que la abuela se hubiera
quedado en La Rochela. Cuando ella está en casa, mamá puede descansar un
poco y “mantenernos a raya”, como dice la misma abuela para que dejemos a
mamá tranquila.