Page 41 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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—¡Detente, cobarde!


               Era el padre de Nacho. Su hijo le informó que había visto disecado a su gato
               favorito y eso lo enardeció. Quería darle una felpa a ese abusivo. Filomeno
               levantó la pala para golpearlo pero el hombre se arrojó contra él y lo golpeó en la
               cara. El viejo se desmayó.


               Rápidamente sacaron a Hugo del ataúd. Estaba a punto de volverse loco. Tenía el
               cabello mojado, las uñas desgarradas, el terror tatuado en los ojos.


               Desataron a Tavo y sacaron de la caja a Viqui, que había perdido la voz de tanto
               gritar. Nacho había visto al cuervo devorándole los ojos a la esposa momificada.
               Lo que pasó después todo mundo lo supo gracias al periódico:


               “Heroicos policías salvan a niños de morir”, decía el encabezado que
               acompañaba la foto de dos policías panzones tomando del cuello y la cintura al
               viejo Filomeno.


               “Cae el coleccionista de cadáveres. En una ardua labor de inteligencia policiaca
               se detuvo ayer al hombre que disecó a su esposa, a su sirviente y ¡hasta al
               perico!”


               La mansión fue clausurada. Enviaron a Filomeno al manicomio La Cruz del
               Norte. Los cuerpos momificados recibieron una sepultura apropiada. La casa
               pasó a ser propiedad de la mamá de Hugo, pero la señora no quiso saber nada de
               ella y la puso en venta. Los amigos se distanciaron.


               Algunas veces, por las noches, Nacho es arrancado del sueño por un graznido.
               Mira hacia el buró y alcanza a distinguir con el ojo derecho a Rasputín, el
               cuervo, quien devora un ojo ensangrentado. Nacho intenta tocarse el otro ojo y

               solo palpa la cavidad hueca. Un grito desgarrador sale de su garganta. Después
               de algunos segundos, su mamá abre la puerta deprisa. Lo abraza. Trata de
               consolarlo, trata de convencerlo con palabras cálidas:


               —¡Es una pesadilla, mi amor, solo es una pesadilla.
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