Page 43 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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Nadie respondió.


               Bajó por la escalera con lentitud. Entró en la cocina. Vasos, platos y sartenes se
               hallaban en su sitio. Encima de una silla encontró un mandil que tenía bordado el
               nombre de Sofía. Algo había pasado que su memoria no funcionaba bien.

               Repitió ese nombre varias veces y de pronto lo asoció con su madre. En ese
               momento decidió buscarla. Se asomó al patio pero no encontró a nadie. Solo
               miró la casita del perro, con un letrero incompleto: M guila. Pero ni el perro se
               encontraba por ahí. Su plato estaba vacío. Lo llamó en repetidas ocasiones pero
               este no dio un solo ladrido. La verdad era que la casa parecía demasiado
               misteriosa bajo aquel pesado silencio.


               En la sala todo estaba en orden. Sobre una de las mesas se hallaba el retrato de
               un hombre vestido elegantemente con un traje negro, cubierto con una capa y
               con un sombrero de copa entre las manos. El rostro le pareció familiar. Tenía un
               lacio y largo bigote que le caía por ambas comisuras de la boca. Un racimo de
               uvas de plástico colgaban de unas canastas de porcelana que cargaban dos
               angelitos. Miró el teléfono. Lo levantó pero estaba muerto.


               Escuchó un golpe acompañado de un grito. El corazón empezó a saltar. Se
               asustó. Aquel grito venía del sótano. Recordó de algún modo que su madre le
               tenía estrictamente prohibido meterse allí; ahora que estaba ausente, podía
               aprovechar la oportunidad de averiguar qué había adentro. Fue hacia la cocina y
               buscó en los cajones. Al fin encontró una lámpara de mano y la tomó.


               Su madre puso un candado para impedir el paso. Pero ahora, de manera extraña,
               el candado estaba abierto. Con temor, abrió la puerta lentamente y miró el fondo
               oscuro iluminarse poco a poco con la luz que arrojaba su lámpara. Descendió
               con precaución. En cada paso, en cada escalón que pisaba, sentía la ola del
               escalofrío sobre su piel.


               Observó con detenimiento a su alrededor. Nunca había entrado en aquel lugar.
               No parecía una bodega donde se almacenaran radios en desuso, muebles pasados
               de moda o juguetes desahuciados. Al contrario, todo estaba en condiciones
               impecables: un sillón amplio, dos lámparas de mimbre, algún tarro de cerveza,
               los cuadros de paisajes o frutas, el perchero lleno de sombreros de copa y de
               capas oscuras y un baúl de madera que tocó con los dedos y le pareció forrado

               con piel. Movido por un impulso desconocido, lo abrió con cierta desesperación
               pero no encontró nada. Solo el fondo vacío.
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