Page 36 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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—¡Hugooooooooo, Viiiiiiiiqui! —gritó y corrió a toda velocidad buscando la
salida. No tomó precauciones, corría a ciegas, y al atravesar uno de los salones
que no conocía se golpeó de frente contra una tabla y se desmayó.
Viqui alcanzó a escuchar el ruidazo y se frotó las manos con emoción. Le
encantaba sentirse asustada. Sacó la cabeza de su escondite, entre bolitas de
unicel y virutas. Algo pasó volando sobre su cabeza. No quiso hablar para no ser
descubierta y prefirió hundirse de nuevo en aquel relleno. Con claridad escuchó
pasos firmes a su alrededor. Enseguida el silencio. Se mordió las uñas. De
repente se le erizó la piel cuando unas patas arañaron la tabla que estaba cerca de
su pelo y un graznido sonó fuerte. ¡Era Rasputín! Metió la cara entre las bolitas
de unicel.
Después sintió un golpe de aire que la estremeció. Alguien colocó la tapa de
madera sobre la caja. Viqui pensó que era una buena broma de parte de Nacho,
pero al escuchar que clavaban la cubierta a la caja en realidad le dio pánico. Con
las manos intentó empujarla pero fue en vano.
—¡Abre, Nacho, abre! ¡Te estás pasando! ¡Te digo que abras! —reclamaba sin
que se le hiciera caso. Le dieron ganas de llorar. Oyó que otros clavos la
aprisionaban en aquella caja y los graznidos del cuervo le parecieron crueles
carcajadas.
Hugo aguardaba sentado en el ropero que se hallaba en el último cuarto. No se
percató de lo que les ocurría a sus amigos. Solamente escuchó los gritos de Tavo,
pero no se preocupó demasiado. Era realmente difícil que Nacho diera con él.
Para empezar, tal vez le daría mucho miedo entrar hasta esa área de la mansión.
El techo poblado de telarañas de varias generaciones, decenas de maniquíes
rotos regados por todas partes, pinturas de flores y bodegones recargadas en las
paredes carcomidas por la humedad y tres sillas de ruedas oxidadas daban a la
habitación una atmósfera tétrica.
Hugo movió la mano hacia el lado derecho y tocó un brazo huesudo.
Rápidamente se apartó. Se puso nervioso. Aplastó el botón que iluminaba la
carátula de su reloj y lo acercó hacia el lugar donde palpó los huesos. Se
asombró al descubrir el cuerpo momificado de una mujer. Le impresionaron esos
grandes ojos claros que miraban al vacío. Llevaba puesto un vestido de encaje
azul con flores lilas. En ese momento lo asaltó un recuerdo: ¡era la misma mujer
de la fotografía que estaba colgada en la oficina del tío Filomeno! Asustado,