Page 32 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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afilar con esmero sus cuchillos y navajas. Y, sobre todo, lo observó hablando con
gran ternura a los animales disecados que tenía en su colección, mientras les
acariciaba el lomo.
Hugo solía llegar a las cinco de la tarde y cuidaba el negocio hasta las ocho, hora
en que el dueño regresaba después de jugar cartas o salir de la ciudad. El
muchacho limpiaba las cajas de metal con una franela, barría la banqueta o
lavaba los cristales, pero terminaba pronto y se ponía a tocar con el dedo la
campanilla que estaba sobre el escritorio o a llenar hojas blancas jugando gato
para espantar el aburrimiento. Otras veces hurgaba entre los cajones y
encontraba decenas de palillos de dientes usados con restos de sangre, o trozos
de uñas que su tío se cortaba.
Sus amigos algunas veces lo saludaban al pasar hacia el parque y él alargaba el
brazo para corresponderles y chocar las palmas. Tavo, que siempre masticaba
chicle y hacía bombas; Viqui, que amaba el peligro y las emociones fuertes;
Nacho, que era miedoso pero que una vez le pegó a uno de secundaria, y Liz,
que era tan flaca como un fideo. Los veía alejarse y se quedaba con ganas de
seguirlos, pero su trabajo se lo impedía.
Los viernes el tío Filomeno no regresaba a cerrar porque viajaba a Guasave a
comprar cirios y veladoras, así que su sobrino se encargaba de hacerlo. Le pedía
que le dejara las llaves entre las ramas de un olivo en un sitio de difícil acceso
para los desconocidos, donde solamente él pudiera encontrarlas. Por lo tanto, ese
día Hugo podía moverse a su antojo mientras no llegara un cliente a solicitar
algún servicio funerario.
Así, se le ocurrió la idea de invitar a sus amigos a jugar ¡Basta! o a la botella
durante esas tardes libres. Los muchachos al principio se resistieron a la oferta,
pero al ver que Hugo insistía tanto aceptaron.
—¿Estás seguro de que el viejo no viene?
—¡Segurísimo!
—¡Pues yo ahí no entro ni loca! Capaz que me agarra y me diseca como esos
animales que dices que colecciona —comentó Liz.
—No es para tanto. ¡Ándenle, vamos! —sugirió Tavo.