Page 37 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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empujó la puerta del ropero. Afuera lo esperaba el viejo, con el cuervo montado

               en su hombro. Tenía un aspecto siniestro, largo y encorvado.

               —¿Se te perdió algo, sobrino?


               —¿Ehh? No.


               —¿Ya te presenté a tu tía Justina? ¡Está un poco tiesa, verdad?


               —¿Po-po-po-por-qué lo hizo? —preguntó Hugo, alarmado.


               —Se lo merecía.


               —¿Se lo merecía?

               —Sí, todos merecen morir. Y la mayoría se demora demasiado en hacerlo. Como

               tu madre y tu estúpida familia, que no me dirige la palabra.¡Para la falta que me
               hace! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! —respondió soltando una asquerosa carcajada.

               Filomeno quiso agarrar a Hugo por el cuello con la mano derecha; en la otra

               llevaba un hacha. Trató de meterse más en el ropero y, al hacerlo, jaló el cadáver
               de Justina y provocó que cayera hacia fuera. El cuervo hizo ruido. A Hugo se le
               disparó la adrenalina y escapó a toda prisa: no quería acabar convertido en un
               bistec. Atravesó el patio, seguido por el cuervo. Movió los brazos en el aire para
               quitárselo de encima. El pajarraco graznó y voló hacia su amo. Hugo entró en la
               bodega, donde predominaba la penumbra, e intentó abrir la puerta de salida, pero
               la encontró con seguro. No tenía escapatoria.


               —¡Grrrrrrr! —alcanzó a oír.


               Entonces, al ver un empolvado ataúd, tuvo una ingeniosa idea. A toda prisa lo
               destapó y se acomodó en su interior. Cerró la cubierta. Todo se oscureció.
               Enseguida el silencio. Un silencio que se podía tocar con la punta de los dedos.
               Esperaba que el desdichado tío pasara de largo para poder escapar de aquel sitio
               y buscar ayuda para salvar a sus amigos. Ahora solo restaba aguardar.


               Con las manos palpó a su alrededor. La caja estaba forrada con terciopelo. Su
               cabeza descansaba sobre una almohada de la misma textura. Estiró las piernas y
               no alcanzó a tocar con la punta de los pies el extremo del ataúd. De seguro este
               no era de su medida, le quedaba un poco grande. Sin embargo, era un sitio
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